El día que le cerré la puerta a mi madre
—¡No quiero verte más! —grité con la voz quebrada, mis manos temblando mientras sostenía la puerta de la casa de mi abuela en pleno barrio de San Cristóbal, Ciudad de México. Tenía seis años y el eco de mis palabras rebotó en las paredes viejas, llenas de fotos familiares y santos polvorientos. Mi madre, Lucía, me miró con los ojos llenos de lágrimas, pero no dijo nada. Solo bajó la cabeza y se fue, arrastrando una maleta azul que parecía pesarle más que el mundo entero.
Esa imagen me persigue cada noche. El sonido de sus pasos alejándose, el silencio denso que quedó después. Mi abuela Rosa me abrazó fuerte, pero yo sentí frío igual. «No llores, hijo. Ella no sabe lo que hace», susurró en mi oído, pero yo sabía que algo se había roto para siempre.
Mi padre, Ernesto, había desaparecido meses antes. Se fue con otra mujer a Monterrey y nunca más volvió. Mi madre intentó sostenernos, pero la vida en la capital era dura. Trabajaba en una fonda todo el día y llegaba tarde, cansada y ojerosa. Yo la esperaba despierto, con la esperanza de que algún día las cosas volvieran a ser como antes. Pero cada noche era igual: discusiones con mi abuela, reproches por el dinero, gritos ahogados detrás de puertas cerradas.
Una tarde, después de una pelea especialmente fuerte, mi madre me abrazó y me dijo: «¿Quieres venir conmigo? Podemos empezar de nuevo en otro lugar». Yo tenía miedo. No quería dejar a mi abuela ni a mis primos. No quería dejar la escuela ni el parque donde jugaba fútbol con mis amigos. Así que le dije que no. Y cuando ella insistió, cuando me rogó entre lágrimas que la acompañara, exploté. Le grité que se fuera y le cerré la puerta en la cara.
A partir de ese día, mi vida cambió. Mi abuela me crió con mano dura y corazón blando. Me enseñó a rezar cada noche por mi madre, aunque yo no sabía si quería que regresara o no. En la escuela, los demás niños murmuraban sobre mi familia rota. «El niño sin mamá», decían. Yo fingía que no me importaba, pero cada vez que veía a una madre abrazar a su hijo en la salida de clases, sentía un nudo en el estómago.
Pasaron los años y aprendí a sobrevivir sin ella. Me hice fuerte, o eso creía. Pero cada cumpleaños, cada Navidad, cada vez que veía una maleta azul en la calle, recordaba aquel día. Mi abuela envejeció rápido y yo tuve que empezar a trabajar joven para ayudar en casa. Vendí dulces en el metro, limpié parabrisas en los semáforos y hasta cargué bultos en el mercado de La Merced.
A los diecisiete años conocí a Mariana. Ella tenía una risa contagiosa y una paciencia infinita para escuchar mis silencios. Nos enamoramos rápido y pronto tuvimos a nuestra hija, Valeria. Cuando la vi por primera vez en el hospital, tan pequeña y frágil, sentí un miedo profundo: ¿y si yo también fallaba como padre? ¿Y si algún día ella me cerraba la puerta como yo hice con mi madre?
Intenté ser el mejor papá posible. Trabajé doble turno en una fábrica y estudié por las noches para terminar la prepa abierta. Mariana me apoyaba en todo, pero a veces notaba su mirada triste cuando preguntaba por mi familia. «¿Por qué nunca hablas de tu mamá?», insistía. Yo cambiaba de tema o inventaba excusas.
Un domingo cualquiera, mientras jugábamos lotería en casa de mi suegra en Iztapalapa, Valeria me preguntó: «¿Por qué no tengo abuelita como mis amigos?» Sentí un golpe en el pecho. No supe qué responderle. Esa noche no pude dormir. Me levanté y busqué una vieja caja de fotos que guardaba bajo la cama. Ahí estaba ella: mi madre Lucía, joven y sonriente, abrazándome en un parque cualquiera.
Decidí buscarla. Pregunté a viejos vecinos, llamé a tías lejanas, recorrí calles donde creí haberla visto alguna vez. Nadie sabía nada concreto; algunos decían que se había ido a Veracruz, otros que estaba enferma en algún hospital público.
Una tarde lluviosa recibí una llamada inesperada. Era mi tía Carmen desde Puebla: «Tu mamá está aquí conmigo. No está bien… deberías venir».
El viaje fue largo y silencioso. Mariana me acompañó todo el tiempo, apretando mi mano sin decir palabra. Cuando llegué al pequeño cuarto donde vivía mi madre, sentí que el aire se me iba del cuerpo. Lucía estaba delgada, con el cabello canoso y los ojos apagados.
—Hola, hijo —susurró apenas al verme—. Pensé que nunca volvería a verte.
No supe qué decirle. Me quedé parado frente a ella, sintiendo rabia y tristeza al mismo tiempo.
—¿Por qué te fuiste? —pregunté al fin— ¿Por qué me dejaste?
Ella lloró en silencio antes de responder:
—No tenía nada para darte… ni siquiera fuerzas para seguir luchando aquí —dijo—. Pensé que estarías mejor sin mí.
Nos abrazamos largo rato. Lloramos juntos por todo lo perdido: los años separados, los cumpleaños olvidados, las palabras nunca dichas.
Poco a poco intentamos reconstruir algo parecido a una relación. No fue fácil; había demasiadas heridas abiertas. Pero Valeria se encargó de llenar los silencios incómodos con sus preguntas inocentes y sus dibujos llenos de colores.
Hoy mi madre vive cerca de nosotros. La visito cada semana con Valeria y Mariana. A veces hablamos del pasado; otras veces solo compartimos un café y miramos telenovelas viejas en su televisor pequeño.
Aún me cuesta perdonarme por aquel día en que le cerré la puerta. A veces me pregunto si habría sido diferente si yo hubiera tenido más valor para irme con ella o si ella hubiera luchado más por quedarse conmigo.
Pero también entiendo que todos somos humanos; todos cometemos errores tratando de sobrevivir en este país donde la vida pesa tanto sobre los hombros de las mujeres solas y los niños asustados.
¿Alguna vez podremos sanar del todo las heridas familiares? ¿O solo aprendemos a vivir con ellas como cicatrices invisibles? ¿Ustedes han sentido esa culpa alguna vez?