El día que me atreví a dejar a Julián: una historia de coraje y libertad
—¿Otra vez llegas tarde, Mariana? —La voz de Julián retumbó en la cocina, justo cuando yo apenas lograba dejar las bolsas del mercado sobre la mesa. El sudor me corría por la frente y sentía los brazos entumecidos. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina, y adentro, el ambiente era igual de pesado.
—Vengo del trabajo, Julián. ¿No ves que traigo todo esto sola? —respondí, tratando de no quebrarme.
Él ni siquiera se levantó del sofá. Tenía los pies sobre la mesita y el control remoto en la mano. La televisión estaba a todo volumen con un partido de fútbol. Mi hijo Emiliano, de ocho años, hacía la tarea en silencio en la mesa del comedor, mirando de reojo cada vez que sentía que la tensión subía.
Julián nunca fue un hombre trabajador. Desde que nos juntamos, hace ya diez años en este barrio de Xochimilco, siempre encontraba una excusa para no buscar empleo. «La situación está difícil», «no pagan bien», «mejor me quedo cuidando al niño». Pero ni eso hacía. Todo recaía sobre mí: el trabajo en la panadería, la casa, las cuentas, las compras, hasta los problemas con mi suegra, Doña Rosa, que nunca perdió oportunidad para recordarme que «una mujer debe saber aguantar».
Pero esa tarde algo había cambiado. Julián debía dinero a un vecino peligroso, Don Ramiro, y por primera vez en años lo vi salir a buscar trabajo. Consiguió un puesto temporal en una bodega descargando camiones. Llegaba cansado, sí, pero no dejaba de quejarse y de hacerme sentir culpable por todo.
—¿No vas a calentarme la cena? —preguntó esa noche mientras yo apenas podía mantenerme en pie.
—¿Por qué no te sirves tú? —le contesté sin mirarlo.
El silencio se hizo denso. Emiliano dejó el lápiz y me miró con esos ojos grandes que heredó de mi abuela Lucía. Sentí un nudo en la garganta. Sabía que si seguía así, mi hijo aprendería a normalizar ese trato.
Esa noche no dormí. Pensé en mi mamá, que siempre me decía: «Mariana, no repitas mi historia. No te quedes donde no te valoran». Pero yo tenía miedo: miedo a estar sola, miedo a no poder mantener a Emiliano sin ayuda, miedo al qué dirán en el barrio.
A la mañana siguiente, mientras preparaba café, Julián entró a la cocina con cara de pocos amigos.
—Me habló Don Ramiro. Quiere su dinero ya. Si no le pago esta semana, dice que va a venir a buscarme aquí —dijo sin mirarme.
—¿Y qué piensas hacer? —pregunté.
—¿Qué quieres que haga? ¡Estoy trabajando! Pero con lo poco que gano no alcanza ni para los frijoles —gritó golpeando la mesa.
Emiliano se asustó y salió corriendo al patio. Yo apreté los puños para no llorar.
—Julián, yo también trabajo todo el día y además hago todo aquí. Ya basta —le dije por fin.
Él me miró como si fuera la primera vez que me escuchaba.
—¿Y ahora qué? ¿Vas a dejarme solo? ¿Vas a hacer lo mismo que tu papá hizo con tu mamá? —me lanzó como un dardo venenoso.
Sentí rabia, dolor y una fuerza nueva creciendo dentro de mí. Recordé todas las veces que me humilló frente a su familia, todas las veces que me dejó sola cuando más lo necesitaba, todas las noches en las que lloré en silencio para no despertar a Emiliano.
Ese día fui a trabajar como autómata. En la panadería, Doña Carmen me vio tan ida que me llevó al fondo y me abrazó sin decir nada. Lloré como niña chiquita. Me dijo: «Mariana, tú vales mucho más de lo que crees. No tienes por qué cargar sola con todo».
Al regresar a casa esa noche, vi a Julián dormido en el sofá y a Emiliano viendo caricaturas en silencio. Me senté junto a mi hijo y le acaricié el cabello.
—¿Te gustaría irte unos días con la abuela? —le pregunté bajito.
Él asintió sin decir palabra. Sabía que entendía más de lo que aparentaba.
Esa noche preparé dos mochilas: una para Emiliano y otra para mí. Metí lo indispensable: ropa, documentos, algo de dinero ahorrado en una lata escondida detrás del ropero. Temblaba de miedo pero también sentía una extraña paz.
A las cinco de la mañana salimos sin hacer ruido. Caminamos hasta la esquina y tomamos un taxi rumbo a casa de mi mamá en Iztapalapa. El sol apenas asomaba entre los cerros cuando llegamos. Mi mamá nos recibió con lágrimas en los ojos y los brazos abiertos.
—Hija, aquí siempre tendrás un lugar —me dijo apretándome fuerte.
Los primeros días fueron difíciles. Julián me llamaba borracho por las noches, insultándome y suplicando al mismo tiempo. Su mamá vino a buscarme para decirme que era una desagradecida y una mala mujer por abandonar a su hijo «en el peor momento».
Pero yo ya no era la misma Mariana temerosa de antes. Busqué otro trabajo limpiando casas mientras Emiliano iba a la escuela pública del barrio. Poco a poco empecé a respirar tranquila. Descubrí que podía reír otra vez sin miedo a ser juzgada o menospreciada.
Un día encontré una carta de Emiliano debajo de mi almohada:
«Gracias por ser valiente, mamá. Ahora ya no tengo miedo cuando llego a casa».
Lloré como nunca antes. Entendí que mi decisión no solo era por mí, sino también por él: para enseñarle que nadie merece vivir con miedo ni cargar con culpas ajenas.
Hoy han pasado dos años desde aquella madrugada lluviosa en Xochimilco. Julián sigue igual: sin trabajo fijo y culpando al mundo por su mala suerte. Yo sigo adelante, aprendiendo cada día a quererme un poco más y enseñándole a Emiliano que el amor propio es el primer paso para cambiar cualquier destino.
A veces me pregunto: ¿Cuántas Marianas siguen atrapadas en historias como la mía? ¿Cuántas se atreven a dar el paso? Si tú estás leyendo esto y sientes ese nudo en el pecho… ¿qué te detiene para buscar tu propia libertad?