El día que mi hija me prohibió ir a su boda

—No quiero que vengas a mi boda, mamá.

La voz de Zulema temblaba, pero sus ojos no se apartaban de los míos. Sentí cómo el mundo se me desmoronaba bajo los pies. ¿Cómo podía decirme eso mi propia hija? ¿Después de todo lo que habíamos vivido juntas?

Recuerdo cuando Zulema era niña y se acurrucaba conmigo en la cama después de una pesadilla. Siempre fui más su amiga que su madre: compartíamos secretos, risas, hasta las lágrimas por sus primeras decepciones amorosas. Cuando se fue a vivir sola a esa pequeña pieza en el centro de Mendoza, lloré en silencio toda la noche, pero me repetía: “Le di alas para volar”.

Todo cambió cuando conoció a Martín. Al principio, me pareció un buen muchacho: educado, trabajador, de esos que saludan con un beso en la mejilla y traen pan casero los domingos. Pero pronto empecé a notar cosas que me inquietaban. Zulema dejó de llamarme con la misma frecuencia. Cuando la visitaba, Martín apenas me dirigía la palabra y siempre encontraba una excusa para irse o encerrarse en el cuarto con su celular.

Una tarde, mientras tomábamos mate en la cocina, le pregunté:

—¿Estás bien, hija? Te noto distinta.

Ella bajó la mirada y jugueteó con la bombilla.

—Estoy bien, mamá. Solo que Martín y yo estamos muy ocupados…

No insistí, pero algo dentro de mí se revolvía. Empecé a notar cómo Zulema cambiaba su forma de vestir, sus horarios, hasta sus amistades. Ya no salía con sus amigas del barrio ni venía a los almuerzos familiares de los domingos. Mi hermana Lucía me decía:

—No te preocupes tanto, Elsa. Los jóvenes son así ahora.

Pero yo sentía que algo no estaba bien.

La gota que colmó el vaso fue una noche en la que escuché a Martín gritándole por teléfono. Zulema lloraba y él le decía cosas horribles: “Sos una inútil”, “Nadie te va a querer como yo”. Al día siguiente fui a buscarla y le pedí que viniera a casa unos días. Ella se negó.

—Mamá, no te metas. Martín me quiere, solo está estresado por el trabajo.

Intenté hablar con ella muchas veces después de eso, pero cada vez se alejaba más. Hasta que un día recibí la invitación a su boda. Un sobre blanco, sencillo, con sus nombres escritos en dorado. Mi corazón se llenó de esperanza: tal vez este era el momento para acercarnos de nuevo.

Pero cuando la llamé para felicitarla y preguntarle cómo podía ayudarla con los preparativos, su respuesta fue fría:

—Mamá… prefiero que no vengas.

Me quedé muda.

—¿Por qué? —alcancé a balbucear.

—Porque… porque no te llevas bien con Martín y no quiero problemas ese día.

Sentí una puñalada en el pecho. ¿Problemas? ¿Yo? ¿La madre que siempre estuvo ahí para ella?

Esa noche no pude dormir. Me revolvía en la cama pensando en todas las veces que la defendí del mundo, en cómo le enseñé a andar en bicicleta, en las noches de lluvia viendo telenovelas abrazadas bajo una manta. ¿En qué momento me convertí en una extraña para mi propia hija?

Los días siguientes fueron un infierno. Mi familia estaba dividida: algunos decían que debía respetar la decisión de Zulema; otros, como mi hermano Ernesto, me animaban a ir igual:

—Sos su madre, Elsa. Nadie puede prohibirte estar ahí.

Pero yo no quería arruinarle el día más importante de su vida. Así que me quedé en casa, sola, escuchando desde lejos los fuegos artificiales y las risas que llegaban desde el salón de fiestas del barrio.

Mi vecina Marta vino a verme esa noche con una torta casera.

—No llores más, Elsa —me dijo—. Los hijos a veces se equivocan. Dale tiempo.

Pero el tiempo pasaba y Zulema no llamaba. Vi fotos de la boda en Facebook: ella radiante con un vestido blanco sencillo, Martín sonriendo al lado suyo. Sentí rabia, tristeza y una soledad tan grande que me dolía hasta respirar.

Un día decidí escribirle una carta:

“Querida Zulema,
Sé que ahora estás enojada conmigo o quizás solo confundida. Yo también lo estoy. Solo quiero que sepas que siempre estaré aquí para ti, pase lo que pase. Te amo más de lo que puedo expresar con palabras.”

No sé si leyó mi carta. Pasaron meses antes de volver a saber de ella. Un domingo cualquiera apareció en mi puerta, ojerosa y con el maquillaje corrido por las lágrimas.

—Mamá… ¿puedo pasar?

La abracé tan fuerte como pude y lloramos juntas largo rato sin decir nada.

Me contó entre sollozos cómo Martín se había vuelto cada vez más controlador y violento; cómo se sentía atrapada y sola; cómo había recordado todas esas noches en las que yo le decía: “Nunca permitas que nadie te haga sentir menos”.

Esa noche dormimos juntas como cuando era niña. Al amanecer, mientras preparaba café, Zulema me miró con los ojos llenos de culpa y amor:

—Perdóname por alejarme… por no dejarte estar conmigo ese día.

Le acaricié el cabello y le susurré:

—No importa el día ni el lugar, hija. Siempre tendrás mi abrazo esperándote.

Hoy miro atrás y me pregunto: ¿Cuántas madres habrán sentido este dolor? ¿Cuántas hijas habrán necesitado perderse para volver a casa? ¿Qué harían ustedes si estuvieran en mi lugar?