El día que mi hijo se fue: entre el dolor y la esperanza
—¡No puedes irte así, Julián! ¡Piensa en tu hijo!—grité, con la voz quebrada, mientras veía a mi único hijo meter su ropa en una mochila vieja. El eco de mis palabras rebotó en las paredes descascaradas de nuestra casa en las afueras de Medellín. Julián ni siquiera me miró. Su esposa, Camila, lloraba en silencio en la cocina, abrazando al pequeño Samuel, que apenas tenía tres años y ya entendía demasiado del dolor.
No recuerdo haber sentido tanta impotencia en mi vida. Yo, Rosa María, que había criado a Julián sola desde que su papá murió en un accidente de moto, nunca imaginé que él sería capaz de abandonar a su propia familia. Pero ahí estaba, con la mirada perdida y los hombros caídos, como si el peso del mundo lo aplastara.
—Mamá, no puedo más. No encuentro trabajo, no aguanto la presión. Me voy a buscar suerte en Bogotá. No me sigan—dijo Julián, sin emoción. Ni una lágrima. Ni una disculpa.
Cuando la puerta se cerró tras él, sentí que el aire se volvía más denso. Camila se desplomó en el suelo y yo corrí a abrazarla. Samuel nos miraba con esos ojos grandes y asustados, sin entender por qué su papá ya no estaba.
Los días siguientes fueron una pesadilla. Julián no llamó. No mandó dinero. Nada. Camila intentó buscar trabajo, pero con un niño pequeño y sin estudios era casi imposible. Yo limpiaba casas cuando podía, pero la plata no alcanzaba ni para el arroz y los frijoles. Las cuentas se amontonaban y el miedo a perder la casa nos quitaba el sueño.
Una tarde, mientras lavaba ropa ajena en el patio, escuché a Camila gritar desde adentro:
—¡Rosa! ¡Samuel tiene fiebre!
Corrí y lo encontré ardiendo en fiebre, temblando y llorando. No teníamos plata para el médico ni para medicinas. En ese momento sentí una rabia tan profunda hacia Julián que me dolió el pecho. ¿Cómo podía ser tan cobarde? ¿Cómo podía dejar a su hijo así?
Esa noche, mientras mecía a Samuel en mis brazos y le cantaba una canción de cuna que solía cantarle a Julián, pensé en irme también. Dejar todo atrás. Buscar trabajo en otra ciudad y empezar de cero. Pero cuando vi los ojitos de Samuel mirándome con esperanza, supe que no podía hacerlo. No podía repetir el abandono.
Al día siguiente fui al mercado del barrio y le pedí fiado a Don Ernesto, el tendero de toda la vida.
—Rosa María, usted siempre ha sido cumplida. Le doy lo que necesite para el niño—me dijo con una sonrisa triste.
Así sobrevivimos las primeras semanas: con la ayuda de vecinos, vendiendo empanadas en la esquina y aceptando cualquier trabajo que saliera. Camila empezó a limpiar casas conmigo y juntas logramos juntar lo suficiente para pagar la luz y comprarle medicinas a Samuel.
Pero el dolor seguía ahí. Cada vez que veía a Samuel preguntar por su papá o a Camila llorar en silencio por las noches, sentía que el corazón se me partía en mil pedazos.
Una tarde lluviosa, mientras recogía la ropa del tendedero, escuché un golpe en la puerta. Era mi hermana Lucía, que vivía al otro lado de la ciudad.
—Rosa, ¿cómo aguantas todo esto?—me preguntó mientras tomábamos café aguado en la cocina.
—No sé… supongo que porque no tengo otra opción—le respondí.
—¿Y si Julián nunca vuelve? ¿Vas a cargar con todo esto tú sola?
Me quedé callada. No tenía respuesta.
Pasaron los meses y aprendimos a vivir sin Julián. Samuel empezó a ir al jardín infantil gracias a una beca del gobierno local. Camila consiguió un trabajo fijo limpiando oficinas y yo seguí trabajando donde podía. Poco a poco fuimos saliendo adelante, aunque el vacío seguía ahí.
Un día recibí una llamada inesperada. Era Julián.
—Mamá…
Su voz sonaba diferente: cansada, rota.
—¿Dónde estás? ¿Por qué llamas ahora?—le pregunté con rabia contenida.
—Estoy en Bogotá… las cosas no salieron como pensaba… perdí todo…
Sentí ganas de gritarle todo lo que había guardado durante meses: el hambre, el miedo, las noches sin dormir… Pero solo pude decir:
—Tu hijo te necesita. Camila te necesita. Yo… yo también te necesito.
Él lloró al otro lado del teléfono. Por primera vez desde que se fue.
—No sé si pueda volver… tengo miedo…
—Todos tenemos miedo, Julián. Pero aquí siempre tendrás un lugar si decides regresar.
Colgué el teléfono con el corazón apretado. No sabía si volvería o si solo era otra promesa vacía.
Esa noche le conté a Camila sobre la llamada. Ella solo asintió y siguió doblando la ropa de Samuel.
Los días pasaron y Julián no volvió a llamar. Aprendí a dejar de esperar noticias suyas y me concentré en cuidar de mi familia rota pero resistente.
Un domingo cualquiera, mientras preparábamos arepas para el desayuno, Samuel se acercó y me abrazó fuerte.
—Abuela, ¿tú nunca te vas a ir?
Sentí un nudo en la garganta y lo abracé aún más fuerte.
—No, mi amor. Nunca te voy a dejar solo.
A veces pienso en Julián y me pregunto qué habrá sido de él. Si alguna vez entenderá el daño que causó o si algún día tendrá el valor de regresar y pedir perdón. Pero también pienso en todo lo que hemos logrado juntas con Camila y Samuel: sobrevivir al abandono, reconstruirnos desde las cenizas y encontrar esperanza donde solo había dolor.
El amor de madre es así: capaz de perdonar lo imperdonable y de sostener lo insostenible. A veces me pregunto si hice bien en quedarme o si debí buscar mi propia felicidad lejos del peso de esta familia rota.
¿Ustedes qué harían? ¿Perdonarían a un hijo que los dejó sin nada? ¿O seguirían adelante sin mirar atrás?