El día que mi hijo se fue: entre el dolor y la esperanza

—¡No me busques más, mamá!—. La voz de Julián retumbó en mi cabeza como un eco maldito, mientras colgaba el teléfono con manos temblorosas. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina de nuestra casa en Iztapalapa, como si el cielo mismo llorara conmigo. Sentí que el corazón se me partía en dos: una mitad quería correr tras él, abrazarlo y suplicarle que regresara; la otra, llena de rabia y vergüenza, no podía perdonarle lo que había hecho.

Todo comenzó hace seis meses, cuando Julián llegó a casa con los ojos rojos y la voz quebrada. “Ma, no aguanto más. Me voy”, me dijo, mientras recogía unas pocas mudas de ropa. Yo le rogué: “Piensa en tu hijo, Juliáncito. Piensa en Mariana. No puedes dejarles así”. Pero él solo bajó la mirada y murmuró: “No puedo con esto. No soy suficiente para ellos”.

Esa noche, Mariana llegó a mi casa con Juliancito dormido en brazos y la cara hinchada de tanto llorar. “Doña Rosa, ¿qué vamos a hacer? No tengo ni para los pañales”, sollozó. Yo la abracé fuerte, sintiendo una mezcla de compasión y enojo hacia mi propio hijo. ¿En qué momento lo perdí? ¿En qué momento se convirtió en un hombre capaz de abandonar a su familia?

Los días siguientes fueron un infierno. Mariana y yo nos turnábamos para cuidar al niño mientras yo salía a vender tamales en la esquina. El dinero apenas alcanzaba para el arroz y los frijoles. Los vecinos murmuraban a nuestras espaldas: “Ahí va la mamá del que dejó tirada a su familia”. Sentía las miradas clavadas en mi espalda cada vez que salía al mercado o al templo los domingos.

Una tarde, mientras lavaba ropa en el patio, escuché a Mariana hablando por teléfono con su madre en Veracruz. “No puedo regresar, mamá. Aquí al menos tengo a doña Rosa… Sí, él se fue… No sé si va a volver”. Me dolió escucharla tan derrotada, tan sola. Pero también sentí una chispa de orgullo: ella no se rendía, igual que yo.

Pasaron las semanas y Julián no dio señales de vida. Mariana empezó a buscar trabajo limpiando casas, pero nadie quería contratar a una joven con un niño pequeño. Yo le dije: “No te preocupes, hija. Aquí tienes tu casa”. Pero por dentro sentía miedo: ¿y si no podíamos salir adelante? ¿Y si terminábamos en la calle?

Una noche, mientras cenábamos tortillas con sal, Juliancito preguntó: “¿Dónde está mi papá?”. Mariana bajó la cabeza y yo sentí un nudo en la garganta. “Tu papá tuvo que irse a trabajar lejos”, mentí. Pero él insistió: “¿Va a volver?”. No supe qué responderle.

El verdadero golpe llegó cuando recibimos una carta del banco: Julián había dejado de pagar la hipoteca. Nos dieron tres meses para desalojar la casa. Mariana se desmoronó: “¡Nos vamos a quedar en la calle!”. Yo sentí que el mundo se me venía encima. Por primera vez en mi vida, pensé en rendirme.

Esa noche no dormí. Me senté junto a la ventana viendo las luces lejanas del cerro del Peñón y recordé los días en que Julián era un niño alegre, corriendo por el patio con un trompo en la mano. ¿Dónde quedó ese hijo mío? ¿En qué momento se perdió?

Al día siguiente fui al mercado y hablé con doña Lupita, la dueña de la fonda. Le pedí trabajo lavando platos y limpiando mesas. “Claro que sí, Rosita”, me dijo ella, “pero es pesado”. No importaba: tenía que hacerlo por Mariana y por mi nieto.

Las semanas pasaron entre jornadas agotadoras y noches sin dormir. Mariana consiguió limpiar oficinas por las mañanas y yo cuidaba al niño mientras ella trabajaba. Poco a poco, logramos juntar algo de dinero para pagar una renta modesta en un cuartito cerca del metro.

Un día, mientras barría la entrada del nuevo departamento, vi a Juliancito jugando con una pelota vieja. Se acercó y me abrazó fuerte: “Gracias, abuelita”. Sentí que todo el dolor valía la pena por ese momento.

Pero el destino no había terminado de ponerme pruebas. Una tarde recibí una llamada desconocida. Era Julián. Su voz sonaba cansada, derrotada: “Ma… perdón. No sé qué hacer. Estoy solo”. Sentí rabia y ternura al mismo tiempo.

—¿Y tu hijo? ¿Y Mariana?— le pregunté con dureza.

—No sé cómo mirarlos a los ojos… Me equivoqué— sollozó.

Quise gritarle todo lo que había sufrido por su culpa, pero solo pude decirle: “La puerta está abierta si quieres cambiar”.

Colgué el teléfono sintiendo una mezcla de alivio y tristeza. Sabía que no podía obligarlo a regresar ni borrar lo que había hecho. Pero también sabía que yo no podía hacer lo mismo: abandonar nunca sería una opción para mí.

Hoy sigo trabajando duro junto a Mariana para sacar adelante a Juliancito. A veces sueño con que Julián regrese cambiado, dispuesto a ser el padre y esposo que su familia merece. Otras veces pienso que tal vez nunca vuelva.

Pero cada vez que veo a mi nieto sonreír o escucho a Mariana decirme “gracias”, sé que tomé la decisión correcta.

¿Hasta dónde llega el amor de una madre? ¿Cuántas veces podemos perdonar antes de rompernos por dentro? Yo sigo aquí, luchando… ¿y tú qué harías si estuvieras en mi lugar?