El día que mi mundo se rompió en bata de baño

—¿Por qué no contestas el teléfono, Julián? —susurré, apretando el celular con manos temblorosas mientras miraba la hora en la pantalla. Eran las 7:40 de la mañana y él debía haber llegado a casa hacía más de una hora. La cafetera chisporroteaba en la cocina, llenando el aire de un aroma amargo que no lograba calmar mi ansiedad.

Desde hace meses, Julián salía temprano, antes de que los niños se despertaran. Decía que era por el trabajo, que la situación en la empresa estaba difícil y necesitaba demostrar compromiso. Pero yo sentía otra cosa: un vacío, una distancia que crecía entre nosotros como una grieta en la pared de nuestra casa en el barrio San Martín, en las afueras de Córdoba.

Esa mañana, sin pensarlo mucho, decidí salir a buscarlo. Me puse una campera sobre el pijama y crucé la calle, guiada por un presentimiento que me apretaba el pecho. Al llegar a la casa de Laura, nuestra vecina, toqué el timbre con fuerza. Nadie contestó al principio. Insistí. Finalmente, la puerta se abrió y allí estaba ella: Laura, con su bata de baño rosa y el pelo desordenado.

—¿Sí? —preguntó, con voz ronca y ojos entrecerrados.

—¿Está Julián aquí? —pregunté, sintiendo cómo se me quebraba la voz.

Laura se quedó callada un segundo demasiado largo. Entonces, detrás de ella, vi algo que me heló la sangre: sobre el respaldo del sillón del living colgaba la remera gris de Julián, esa que usó ayer y que tenía el cuello gastado. Mi corazón empezó a latir tan fuerte que sentí que todos podían oírlo.

—No… no sé —balbuceó Laura—. ¿Por qué estaría aquí?

No respondí. Solo miré fijamente la remera y luego a ella. En ese momento, Julián apareció al fondo del pasillo, descalzo y despeinado. Se quedó paralizado al verme.

—Mariana…

No pude hablar. Solo di media vuelta y corrí a casa. Cerré la puerta tras de mí y me dejé caer al suelo, ahogada en lágrimas. Los niños dormían aún; no quería despertarlos con mis sollozos. Sentí que el mundo se desmoronaba bajo mis pies.

Durante años había ignorado las señales: las miradas esquivas de Julián, las excusas para no cenar juntos, los mensajes que contestaba a escondidas. Siempre pensé que era mi culpa por estar cansada, por no arreglarme lo suficiente o por no ser tan divertida como antes. Pero ahora todo tenía sentido.

Las horas pasaron lentas. Cuando Julián volvió a casa, intentó explicarse.

—No es lo que parece —dijo, con voz baja—. Laura tuvo una crisis anoche y fui a ayudarla…

—¿Y tu remera? —le interrumpí—. ¿Por qué está en su casa?

Se quedó callado. Bajó la cabeza y murmuró:

—No sé qué decirte.

Sentí rabia, tristeza y vergüenza al mismo tiempo. Pensé en mis padres, en cómo siempre me decían que el matrimonio era para toda la vida. Pensé en mis hijos, en lo difícil que sería explicarles por qué papá ya no dormía en casa.

Esa noche no pude dormir. Escuché a Julián llorar en el sillón del living mientras yo abrazaba a los chicos en nuestra cama. Recordé los buenos tiempos: cuando nos conocimos en la universidad, cuando bailábamos cuarteto hasta el amanecer, cuando soñábamos con una vida sencilla pero feliz.

Al día siguiente, Laura vino a buscarme. Tocó la puerta con manos temblorosas.

—Perdóname —dijo apenas abrí—. No quise hacerte daño…

La miré sin saber qué decirle. ¿Cómo se pide perdón por destruir una familia? ¿Cómo se reconstruye la confianza después de una traición así?

Durante semanas evité salir de casa. Mi mamá venía a ayudarme con los chicos y me repetía:

—Tenés que ser fuerte, Marianita. Por vos y por tus hijos.

Pero yo solo quería desaparecer. Me sentía sola, humillada y perdida. Las vecinas murmuraban cuando pasaba por la vereda; algunos amigos dejaron de llamarme porque no sabían qué decirme.

Un día recibí un mensaje de Julián:

“Sé que te fallé. No espero que me perdones, pero quiero estar presente para los chicos.”

Lloré al leerlo. Sabía que tenía razón: aunque mi corazón estuviera roto, mis hijos necesitaban a su papá. Decidí dejarlo venir a verlos los fines de semana. Al principio fue incómodo; los chicos preguntaban por qué papá ya no dormía en casa y yo inventaba excusas torpes.

Con el tiempo, empecé a salir más. Volví a trabajar medio turno en la panadería del barrio; allí encontré consuelo entre charlas con las clientas y el aroma dulce del pan recién horneado. Poco a poco recuperé algo de mi dignidad perdida.

Un día, mientras barría la vereda, Laura se acercó otra vez.

—Sé que nunca vas a perdonarme —dijo—. Pero quiero pedirte disculpas una vez más…

La miré largo rato antes de responder:

—No sé si algún día podré perdonarte, Laura. Pero tampoco quiero vivir odiándote toda la vida.

Ella asintió y se fue en silencio.

Hoy han pasado casi dos años desde aquella mañana fatídica. Julián vive en otro barrio; viene cada tanto a buscar a los chicos y hemos aprendido a hablarnos sin rencor por su bien. Laura se mudó poco después; dicen que no soportó las miradas ni los chismes del barrio.

A veces me siento fuerte; otras veces todavía lloro por las noches cuando nadie me ve. Pero aprendí algo importante: nadie merece vivir con miedo ni resignarse a una vida vacía solo por cumplir con lo que esperan los demás.

Me pregunto: ¿cuántas mujeres viven atrapadas en matrimonios rotos solo por miedo al qué dirán? ¿Cuántas veces ignoramos nuestra propia voz para no enfrentar la soledad? ¿Vale la pena sacrificar nuestra felicidad por mantener una apariencia?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?