El día que mi suegra me llamó «ayudante»: una historia de prejuicios y segundas oportunidades
—¿Y este quién es? ¿El nuevo ayudante? —escuché la voz áspera de la abuela Rosa apenas crucé la puerta de la peluquería. Era temprano, el sol apenas se colaba entre los edificios de la colonia Narvarte, y yo ya sentía el sudor frío bajando por mi espalda. Camila, mi esposa, me miró con esa mezcla de ternura y resignación que sólo ella sabe poner en sus ojos cuando su abuela está cerca.
—Abuela, él es Efraín, mi esposo. Ya lo conoces —respondió Camila, intentando sonar casual, pero yo noté el temblor en su voz.
La abuela Rosa, con su cabello perfectamente recogido en un chongo y su vestido floreado que parecía sacado de otra época, me escaneó de arriba abajo. Sus ojos se detuvieron en mis tenis gastados y mi camiseta negra. Sentí que cada arruga de su rostro se profundizaba con el juicio silencioso que me lanzaba.
—¿Esposo? ¿Y así te presentas? ¿No tienes otra cosa que ponerte? —dijo al fin, cruzando los brazos.
Me mordí la lengua. No era la primera vez que la abuela Rosa me hacía sentir como un intruso en mi propia vida. Desde que Camila y yo nos casamos hace dos años, ella nunca perdió oportunidad para recordarme que, según ella, yo no era «material de familia». Que un hombre de verdad debía ser ingeniero, médico, abogado… cualquier cosa menos «golarzón», como le gustaba llamarme.
—Abuela, Efraín es estilista. Tiene su propio negocio —insistió Camila, pero Rosa sólo resopló.
—Eso no es trabajo de hombre. Mi difunto esposo era carpintero. Eso sí era oficio —sentenció.
Yo apreté los puños en los bolsillos del pantalón. Recordé a mi propio padre, albañil toda su vida, que nunca entendió por qué preferí las tijeras a la pala. Pero al menos él había aprendido a respetar mi decisión. Rosa, en cambio, parecía empeñada en hacerme sentir menos cada vez que podía.
Ese día había ido a la peluquería para ayudar a Camila con una clienta difícil: doña Leticia, la presidenta del comité vecinal. Era una oportunidad para ganar más clientes y mejorar nuestra reputación en el barrio. Pero con la abuela Rosa ahí, sentí que todo podía salir mal.
Mientras preparaba los tintes y las toallas, escuchaba a Rosa cuchichear con Leticia:
—¿Ya vio usted? Ahora cualquiera pone una peluquería. Antes eso era cosa de mujeres… o de maricones —dijo en voz baja, pero lo suficientemente alto para que yo escuchara.
Sentí una punzada en el pecho. No era la primera vez que escuchaba ese tipo de comentarios. En la escuela me decían «el rarito» por querer peinar a mis hermanas en vez de jugar fútbol. Pero dolía más viniendo de alguien de la familia.
Camila se acercó y me susurró al oído:
—No le hagas caso. Tú eres el mejor en lo que haces.
Quise creerle. Pero cuando Leticia se sentó frente a mí y Rosa se plantó detrás como si fuera mi supervisora personal, las manos me temblaron.
—A ver si no me deja pelona este muchacho —bromeó Leticia.
—No se preocupe, doña Leti —respondí forzando una sonrisa—. En mis manos está segura.
Mientras cortaba el cabello y aplicaba el tinte, traté de concentrarme en mi trabajo. Pero sentía los ojos de Rosa clavados en mi nuca. Cada movimiento era un examen; cada palabra, una trampa.
De pronto, Leticia empezó a hablar de política:
—Dicen que van a cerrar varios negocios por la nueva ley esa… ¿Ustedes están al corriente con los permisos?
Sentí un nudo en el estómago. Llevábamos meses esperando una respuesta del municipio para renovar nuestra licencia. Si nos cerraban, no sabría cómo pagar la renta ni las cuentas del mes.
Rosa aprovechó para meter su cuchara:
—Eso les pasa por no tener un trabajo serio. Si Efraín fuera ingeniero como mi sobrino Julián, no estarían con estos problemas.
La rabia me subió a la garganta. Quise gritarle que no todos tenemos las mismas oportunidades; que yo trabajé desde los quince años para ayudar a mi madre enferma; que aprendí a cortar cabello porque era lo único que podía hacer después de clases; que este negocio lo levantamos Camila y yo con puro esfuerzo y sin ayuda de nadie.
Pero sólo apreté más fuerte las tijeras y seguí cortando.
Cuando terminé con Leticia, ella se miró al espejo y sonrió:
—¡Me veo veinte años más joven! —exclamó—. Eres un artista, muchacho.
Por primera vez en horas, sentí un poco de alivio. Pero Rosa no tardó en arruinar el momento:
—Sí, sí… pero eso no da para vivir bien. Mira nada más cómo andan vestidos estos dos —dijo señalando nuestras ropas sencillas.
Leticia me miró con compasión:
—No le hagas caso a doña Rosa. El trabajo dignifica, sea cual sea.
Esa tarde, después de cerrar la peluquería, Camila y yo discutimos fuerte por primera vez en meses.
—¿Por qué tienes que dejar que mi abuela te hable así? —me reclamó—. ¡Defiéndete! ¡Defiéndenos!
—¿Y qué quieres que haga? ¿Que le grite? ¿Que le falte al respeto? Es tu abuela…
—¡Pero también eres mi esposo! ¡Y mereces respeto!
Nos quedamos en silencio largo rato. Afuera llovía y las gotas golpeaban el toldo como si quisieran entrar a consolarme.
Esa noche no pude dormir. Pensé en irme; pensé en dejarlo todo y buscar trabajo en otro lado donde nadie me conociera ni juzgara por lo que soy o lo que hago. Pero luego miré a Camila dormida a mi lado y recordé por qué luchamos tanto por este negocio: porque era nuestro sueño; porque queríamos demostrarle al mundo —y a nosotros mismos— que sí podíamos salir adelante sin importar lo que dijeran los demás.
Al día siguiente, Rosa volvió a aparecerse temprano en la peluquería. Esta vez traía consigo una caja vieja llena de fotos y recuerdos familiares.
—Quiero enseñarte algo —me dijo sin mirarme a los ojos.
Sacó una foto amarillenta donde aparecía su esposo joven, sonriente frente a un taller improvisado en el patio de su casa.
—Él también empezó desde abajo —admitió en voz baja—. Nadie creía en él tampoco. Pero nunca dejó que nadie le dijera cómo debía vivir su vida.
Me quedé callado. Por primera vez vi a Rosa como algo más que una vieja gruñona: vi a una mujer marcada por el miedo y las pérdidas; una mujer que sólo quería proteger a su familia como podía.
—No te prometo que te voy a entender —dijo finalmente—. Pero si haces feliz a mi nieta… supongo que eso es lo importante.
Sentí un nudo en la garganta. No era aceptación total, pero era un comienzo.
Esa tarde abracé a Camila más fuerte que nunca. Sabía que aún quedaba mucho camino por recorrer; muchas palabras por sanar; muchos prejuicios por romper.
Pero también sabía que no estaba solo.
Ahora les pregunto: ¿cuántas veces hemos juzgado sin conocer la historia del otro? ¿Cuántos sueños hemos aplastado por miedo o ignorancia? Tal vez sea hora de escuchar antes de hablar.