El día que volví a ver a mi padre: los ojos grises de la ausencia
—No puedo creer que no recuerdes que hoy es mi cumpleaños —le dije, con la voz temblorosa, mientras apretaba la taza de café entre las manos.
Él me miró, incómodo, como si le hubieran pedido resolver un acertijo imposible. Sus ojos grises —los mismos que todos decían que yo tenía— no se atrevieron a encontrarse con los míos. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina del pequeño café en el centro de Puebla, y yo sentía que cada gota era una palabra no dicha entre nosotros.
Mi nombre es Camila. Tenía siete años cuando mi papá, Ernesto, se fue de casa. No recuerdo gritos ni portazos, solo el silencio que dejó tras de sí. Mi abuela decía que yo tenía sus manos largas y huesudas, y mi mamá, en los pocos días buenos, murmuraba que hasta mi manera de caminar era igualita a la suya. Pero durante años, eso fue todo lo que tuve de él: gestos heredados y un par de fotos viejas en blanco y negro.
Crecí en una casa donde el tema de mi papá era como una herida mal curada: todos sabían que estaba ahí, pero nadie quería tocarla. Mi mamá trabajaba doble turno en la panadería del barrio para mantenernos. A veces llegaba tan cansada que ni siquiera tenía fuerzas para preguntarme cómo me había ido en la escuela. Mi abuela llenaba el vacío con historias de cuando mi papá era niño: “Era travieso, pero noble”, decía mientras me trenzaba el cabello. Yo escuchaba en silencio, imaginando a ese hombre como un héroe lejano, alguien que algún día volvería por mí.
Pero los años pasaron y él nunca volvió. En la secundaria, cuando veía a mis amigas con sus papás en los festivales escolares, sentía una rabia sorda y una tristeza que no sabía cómo nombrar. Me volví experta en fingir que no me importaba. «No necesito a nadie», me repetía cada vez que veía a mi mamá llorar en silencio por las noches.
La vida siguió su curso. Terminé la prepa trabajando por las tardes en una papelería para ayudar en casa. Mi mamá enfermó y yo tuve que dejar mis sueños de estudiar psicología para cuidar de ella y de mi abuela. A veces, mientras lavaba los platos o barría el patio, me preguntaba si mi papá pensaba en nosotras, si alguna vez se arrepintió de habernos dejado.
Un día, casi por casualidad, recibí un mensaje en Facebook: “Hola Camila, soy tu papá”. Sentí que el corazón se me salía del pecho. Dudé en contestar. ¿Qué se le dice a alguien que te dejó atrás? ¿Cómo se reconstruye un puente después de tantos años?
Pasaron semanas antes de animarme a responderle. Finalmente, acordamos vernos en ese café del centro. Cuando lo vi entrar, sentí una mezcla de enojo y ternura. Era más bajo de lo que recordaba, con el cabello canoso y la piel marcada por el sol. Pero sus ojos seguían siendo grises, como el lago donde solíamos ir cuando yo era niña.
—¿Por qué te fuiste? —le pregunté apenas nos sentamos.
Él suspiró y bajó la mirada.
—No supe cómo quedarme —dijo—. Era joven y cobarde. Pensé que era mejor para ustedes si yo no estaba.
Sentí ganas de gritarle que estaba equivocado, que su ausencia dolía más que cualquier pelea o pobreza. Pero solo pude quedarme callada, mirando mis manos —sus manos— temblar sobre la mesa.
—¿Alguna vez pensaste en nosotras? —insistí.
—Todos los días —respondió él—. Pero no sabía cómo regresar sin hacer más daño.
La conversación fue torpe y llena de silencios incómodos. Me contó que tenía otra familia en Veracruz, dos hijos pequeños y una esposa que no sabía nada de mí. Sentí celos y rabia; ¿por qué ellos sí merecían tenerlo?
—Hoy es mi cumpleaños —le dije al final, esperando algún gesto, una disculpa, algo.
Él parpadeó sorprendido.
—No recordaba… Perdóname, Camila.
En ese momento entendí que no habría respuestas fáciles ni finales felices. Que el dolor de la ausencia no se borra con un café ni con palabras bonitas. Salí del café bajo la lluvia y caminé sin rumbo por las calles empedradas del centro histórico. Lloré como no lo hacía desde niña.
Esa noche llegué a casa y abracé a mi mamá y a mi abuela más fuerte que nunca. Ellas eran mi familia real, las que nunca se fueron. Pero también sentí un pequeño alivio: al menos ahora sabía quién era mi padre realmente —con sus miedos y sus errores— y podía empezar a sanar.
A veces me pregunto si algún día podré perdonarlo del todo o si siempre llevaré esa herida conmigo. ¿Cuántos de ustedes han sentido ese vacío? ¿Es posible reconstruir lo que se rompió hace tanto tiempo?