El Diario Escondido: Una Historia de Familia y Secretos

—¡No puede ser! —me repetía mientras apretaba el diario escolar contra el pecho, caminando por las polvorientas calles de mi barrio en San Miguel de Tucumán. El sol caía fuerte, pero yo sentía frío en la espalda. Sabía que mamá estaría en casa, como siempre, esperando que llegara para preguntarme cómo me fue en la escuela. Y yo, Zulema, con catorce años y una mancha roja en el cuaderno: un uno en matemáticas.

“¿Y ahora qué hago?”, pensaba. Si pudiera desaparecer, aunque sea por un día, esconder el diario bajo la cama y decir que lo olvidé en la escuela. Pero mañana mamá lo va a pedir de nuevo. No se le escapa nada. Desde que papá se fue a Buenos Aires a buscar trabajo y nunca volvió, ella se volvió más estricta, más pendiente de todo. Como si temiera que yo también me fuera o me perdiera en el camino.

Al llegar a la esquina de mi casa, vi a mi hermano menor, Lautaro, jugando con una pelota hecha de medias viejas. Me miró y gritó:

—¡Zule! ¡Mamá está haciendo empanadas! —y corrió hacia mí, con esa sonrisa que siempre me desarma.

—Decile que ya vengo —le respondí, intentando sonar tranquila.

Entré despacio, como si el piso de baldosas pudiera delatar mis pasos. El aroma a carne y cebolla llenaba la casa. Mamá estaba en la cocina, con el delantal manchado y el ceño fruncido, amasando con fuerza.

—¿Cómo te fue hoy? —preguntó sin mirarme.

—Bien… —dije bajito, apretando el diario detrás de la mochila.

—¿Y el diario? —preguntó, ahora sí mirándome directo a los ojos.

Sentí que me tragaba la tierra. Pensé en mentirle, decirle que lo olvidé. Pero ella me conoce demasiado. Me quedé callada.

—Zulema… —dijo con esa voz que usaba cuando estaba a punto de explotar—. Dame el diario.

No tuve opción. Se lo entregué temblando. Ella lo abrió y enseguida vio la nota. Su cara cambió: primero sorpresa, después enojo, y finalmente esa tristeza que tanto me duele ver.

—¿Otra vez? ¿No te das cuenta de todo lo que hago para que salgas adelante? ¿Querés terminar como yo? —su voz se quebró un poco.

No supe qué decir. Quise abrazarla, pero ella se apartó.

—Andá a tu cuarto —ordenó.

Me encerré y lloré en silencio. Escuchaba a mamá llorar también en la cocina. Lautaro golpeó la puerta:

—¿Estás bien?

—Sí… —mentí otra vez.

Esa noche casi no cenamos juntos. Mamá no habló más del tema, pero su silencio pesaba más que cualquier grito. Me sentí sola, incomprendida. Pensé en papá: ¿qué haría él si estuviera acá? ¿Me defendería o se pondría del lado de mamá?

Al día siguiente en la escuela no podía concentrarme. La profesora de matemáticas, la señora Ramírez, me llamó al escritorio:

—Zulema, sé que podés más. ¿Qué pasa en tu casa?

No supe qué responderle. Nadie entiende lo difícil que es cargar con las expectativas de una madre que lo dio todo y espera que seas perfecta para no repetir su historia.

Esa tarde, al volver a casa, encontré a mamá hablando con la vecina, doña Marta:

—Los chicos ahora no valoran nada… —decía mamá—. Yo trabajo todo el día y encima tengo que estar detrás de Zulema para que estudie.

Me dolió escucharla hablar así de mí. Sentí rabia e impotencia. ¿Por qué no podía entenderme? ¿Por qué todo era tan difícil?

Esa noche decidí enfrentarla. Entré a la cocina mientras ella lavaba los platos.

—Mamá…

—¿Qué pasa?

—No soy como vos querés… Yo intento, pero no puedo con todo…

Ella dejó el plato y me miró sorprendida.

—¿Qué decís?

—Que me duele verte triste por mi culpa… Pero también me duele sentir que nunca es suficiente…

Por primera vez en mucho tiempo, vi lágrimas en sus ojos.

—Zulema… yo solo quiero lo mejor para vos… No quiero que sufras como yo sufrí…

Nos abrazamos fuerte. Lloramos juntas. Lautaro nos miraba desde la puerta, sin entender mucho pero sabiendo que algo importante estaba pasando.

Esa noche dormí mejor. Al día siguiente, mamá me despertó temprano:

—Vamos a estudiar juntas matemáticas después de comer —me dijo sonriendo apenas.

No fue fácil cambiar las cosas de un día para otro. Seguimos discutiendo a veces, sigo teniendo miedo a fallar. Pero ahora sé que puedo hablar con ella, que no estoy sola con mis errores ni mis miedos.

A veces pienso: ¿cuántas Zulemas hay en cada barrio de Latinoamérica? ¿Cuántas madres e hijas se hieren sin querer por miedo al futuro o al pasado? ¿Por qué nos cuesta tanto decir lo que sentimos antes de que sea tarde?