El Dinero de Mamá: Entre la Sangre y la Justicia

—¿Por qué a ella sí y a mí no, mamá? —le pregunté con la voz quebrada, apenas conteniendo las lágrimas mientras apretaba el teléfono con fuerza.

El silencio al otro lado de la línea era tan pesado como el calor húmedo de Medellín en diciembre. Mi madre, Lucía, suspiró. “Camila, tú sabes que Mariana lo necesitaba más. Tú tienes tu trabajo, tu vida hecha. No es lo mismo.”

Pero no era cierto. No era lo mismo. Yo también luchaba cada mes para pagar el arriendo de mi pequeño apartamento en Envigado, mientras Mariana, mi hermana menor, recibía de mamá el dinero suficiente para comprar una casa en El Poblado. ¿Acaso mis esfuerzos no valían? ¿Acaso el hecho de que yo no pidiera ayuda me hacía menos hija?

Crecimos juntas, Mariana y yo, en una casa grande de paredes blancas y patio lleno de bugambilias. Papá murió cuando yo tenía quince años y ella apenas diez. Desde entonces, mamá se partió en dos para darnos todo. Yo aprendí a ser fuerte, a no pedir nada, a cuidar de Mariana cuando mamá no podía. Pero ahora, sentía que esa fortaleza era mi condena.

La noticia llegó como un balde de agua fría una tarde cualquiera. Mariana me llamó emocionada: “¡Cami! ¡Mamá me dio la plata para la cuota inicial! ¡Por fin voy a tener mi propia casa!”

Me alegré por ella, claro que sí. Pero después de colgar, la rabia me quemó por dentro. ¿Por qué nunca nadie pensó en mí? ¿Por qué siempre tenía que ser yo la que se las arreglara sola?

Esa noche no pude dormir. Recordé todas las veces que mamá me decía: “Tú eres la mayor, tienes que dar ejemplo.” Recordé cómo dejé la universidad un semestre para trabajar y ayudar con los gastos cuando Mariana enfermó de dengue. Recordé cómo renuncié a mis sueños de estudiar en Buenos Aires porque mamá no podía pagar dos carreras al mismo tiempo.

Al día siguiente, fui a ver a mamá. La encontré sentada en la terraza, tomando café y mirando las montañas.

—Mamá —dije sin rodeos—, necesito entender por qué nunca pensaste en ayudarme como ayudaste a Mariana.

Ella me miró con esos ojos cansados pero firmes.

—Camila, tú siempre fuiste tan fuerte… Pensé que no lo necesitabas. Mariana es más frágil, tú sabes cómo es ella.

—¿Y yo? ¿No tengo derecho a sentirme débil alguna vez? ¿No tengo derecho a recibir algo sin tener que pedirlo?

Mamá bajó la mirada. Sentí un nudo en la garganta.

—No es justo, mamá. Siento que todo lo que hice por esta familia no cuenta para nada.

Ella se levantó despacio y me abrazó. Su abrazo era tibio pero distante, como si quisiera consolarme pero no supiera cómo.

—Perdóname, hija —susurró—. Nunca quise hacerte sentir menos.

Pero ya era tarde. El daño estaba hecho.

Las semanas siguientes fueron un infierno silencioso. Mariana me llamaba para contarme sobre los muebles nuevos, sobre cómo pintaría las paredes de azul claro. Yo fingía alegría mientras por dentro me carcomía la envidia y el resentimiento.

Una tarde, mientras caminaba por el parque de La Presidenta, vi a una madre jugando con sus dos hijos pequeños. Los trataba igual: los abrazaba con la misma fuerza, les reía con la misma ternura. Me pregunté si alguna vez mamá había sentido ese amor parejo por nosotras.

Decidí hablar con Mariana. Nos encontramos en una cafetería del centro.

—Mariana —le dije—, ¿alguna vez sentiste que mamá te quería más?

Ella se quedó callada un momento.

—No sé… Siempre sentí que tú eras la fuerte y yo la consentida. Pero nunca pensé que eso te doliera tanto.

—Me duele —admití—. Me duele sentir que tengo que ser fuerte todo el tiempo solo porque nadie espera otra cosa de mí.

Mariana tomó mi mano.

—Cami, si quieres te ayudo con algo del dinero… Podemos compartirlo.

Negué con la cabeza. No era cuestión de dinero. Era cuestión de justicia, de amor repartido sin condiciones.

Esa noche lloré como hacía años no lloraba. Lloré por la niña que fui, por la adolescente que tuvo que crecer demasiado rápido, por la mujer que aprendió a callar sus necesidades para no ser una carga.

Hoy sigo sin respuestas claras. Mamá intenta compensar con pequeños gestos: me invita a almorzar, me compra flores, me llama más seguido. Pero hay heridas que tardan en sanar.

A veces pienso en irme lejos, empezar de cero donde nadie espere nada de mí. Otras veces pienso en perdonar y seguir adelante. Pero el sentimiento de injusticia sigue ahí, como una sombra pegajosa.

¿Será que alguna vez podré dejar atrás este resentimiento? ¿O será que en todas las familias latinoamericanas hay heridas invisibles que nadie se atreve a nombrar?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Cómo se sana una herida así?