El eco de la soledad: la historia de Emilia
—¡No me mientas más, Emilia! —gritó Julián, su rostro rojo de furia, mientras el eco de su voz retumbaba en las paredes húmedas de nuestra casa en las afueras de San Miguel. Yo temblaba, apretando a Lucía contra mi pecho. Mi hija, con apenas seis años, no entendía por qué su papá nos miraba como si fuéramos extrañas.
—Julián, te juro que no…
—¡Ya basta! —me interrumpió, lanzando la taza de café contra el suelo. El estruendo me hizo saltar. —No quiero volver a verte. Ni a ti ni a la niña. ¡Quédense aquí si quieren!
Y así, sin más, recogió su mochila y salió dando un portazo. El silencio que dejó fue más pesado que cualquier insulto. Me quedé allí, paralizada, mientras Lucía rompía en llanto.
No sé cuánto tiempo pasó hasta que reaccioné. Caminé por la casa, mirando las paredes desconchadas, los muebles viejos que alguna vez fueron el orgullo de mi madre. Todo parecía ajeno, como si yo fuera una intrusa en mi propia vida.
Mi mente daba vueltas. ¿Por qué Julián pensaba que lo había traicionado? ¿Por qué no quiso escucharme? Recordé las palabras de mi suegra días antes: “Las mujeres como tú sólo traen desgracias”. Siempre me miró con desprecio porque vengo de una familia humilde del campo, porque nunca aprendí a defenderme.
Esa noche, Lucía y yo dormimos abrazadas en el colchón viejo. Afuera llovía y el techo goteaba sobre el balde que puse junto a la cama. No tenía dinero ni a quién pedir ayuda. Mi madre murió hace años y mi padre se fue con otra familia cuando yo era niña. Pensé en irme, pero ¿a dónde?
Los días siguientes fueron una lucha constante. Salía temprano a buscar trabajo en el pueblo. Nadie quería contratar a una mujer sola con una niña pequeña. “Aquí no hay lugar para problemas”, me decían en la panadería. En el mercado, doña Rosa me regaló unas tortillas y algo de frijol: “No te preocupes, mija, todo pasa”. Pero yo sentía que nada iba a pasar nunca.
Lucía enfermó. Fiebre alta, tos seca. No tenía dinero para un médico. Caminé hasta la clínica pública y esperé horas bajo el sol con ella en brazos. Cuando por fin nos atendieron, el doctor me miró con lástima: “Debes alimentarla mejor”. ¿Cómo hacerlo si apenas teníamos para comer?
Una tarde, mientras lavaba ropa ajena para ganar unos pesos, escuché voces afuera:
—Dicen que Julián se fue con otra mujer —susurraba una vecina.
—Pobre Emilia, pero algo habrá hecho…
Sentí rabia y vergüenza al mismo tiempo. ¿Por qué siempre es culpa de la mujer? ¿Por qué nadie pregunta cómo estamos Lucía y yo?
Pasaron semanas así. Aprendí a remendar ropa, a hacer pan para venderlo en la esquina. Lucía mejoró poco a poco. Empecé a sentir algo nuevo: orgullo por sobrevivir cada día.
Un domingo por la tarde, Julián apareció en la puerta. Estaba más flaco y ojeroso.
—Emilia…
No le respondí. Lucía se escondió detrás de mí.
—¿Cómo están?
—Como podemos —dije sin mirarlo.
Se quedó parado un rato, incómodo.
—Me equivoqué… Escuché cosas que no eran ciertas…
Sentí un nudo en la garganta. Quise gritarle todo el dolor que nos causó, pero sólo pude decir:
—Ya no somos las mismas.
Julián lloró. Me pidió perdón una y otra vez. Dijo que quería volver, que nos necesitaba.
Esa noche no dormí. Pensé en todo lo que había soportado: los gritos, las humillaciones, el abandono. Pensé en Lucía y en lo fuerte que se había vuelto conmigo.
Al día siguiente le dije a Julián:
—Puedes ver a tu hija cuando quieras, pero yo ya no vuelvo atrás.
Él se fue cabizbajo. Yo sentí miedo, sí, pero también una extraña libertad.
Hoy han pasado dos años desde aquella noche oscura. Lucía va a la escuela y yo tengo un pequeño puesto de pan en el mercado. No somos ricas ni vivimos sin problemas, pero cada día me levanto sabiendo que valgo más de lo que otros quisieron hacerme creer.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres viven atrapadas por el miedo al qué dirán? ¿Cuántas veces dejamos que otros decidan nuestro destino? Yo elegí romper ese ciclo. ¿Y tú? ¿Qué harías si tuvieras que elegir entre tu dignidad y el miedo al abandono?