El error imperdonable de mi suegra: una traición que marcó mi vida

—¡¿Qué le diste de comer, mamá?! —grité, con la voz quebrada y el corazón a punto de salirse del pecho, mientras veía a Emiliano retorcerse en el suelo de la sala, su carita roja y los ojos llenos de lágrimas.

Doña Rosa, mi suegra, se quedó paralizada, con la cuchara aún en la mano y el plato vacío sobre la mesa. Su mirada, normalmente dura y orgullosa, ahora era solo miedo.

—Solo un poquito de mole, Mariana… ¡No pensé que le haría daño! —balbuceó, temblando.

Corrí hacia mi hijo, lo levanté en brazos y sentí cómo su respiración se volvía cada vez más corta. No podía perder tiempo. Salí corriendo a la calle, gritando por ayuda. El vecino, Don Chuy, me vio y sin preguntar nada me subió a su camioneta. Mientras íbamos al hospital, Emiliano apenas podía respirar. Yo solo repetía en mi mente: “Por favor, Diosito, no te lo lleves”.

Mi nombre es Mariana Torres. Tengo 29 años y desde hace seis crío sola a Emiliano. Su papá, Julián, se fue antes de que naciera. Nunca volvió ni a preguntar por él. Desde entonces, mi vida ha sido una batalla diaria: entre el trabajo en la panadería del barrio, las noches sin dormir por las fiebres y las visitas constantes al hospital por la alergia alimentaria de mi hijo. Emiliano no puede comer cacahuate ni nada que lo contenga. Lo supimos después de una reacción terrible cuando tenía apenas un año.

La vida en Iztapalapa no es fácil para una madre soltera. Mi mamá murió cuando yo era adolescente y mi papá se fue a Estados Unidos buscando trabajo. Por eso, cuando Doña Rosa me ofreció ayudarme con Emiliano mientras yo trabajaba, sentí que había encontrado un poco de familia otra vez. Ella siempre fue estricta y tenía sus ideas anticuadas —que los niños deben comer de todo, que las alergias son “cosas modernas”— pero confié en ella porque era la abuela de mi hijo.

Ese día todo cambió. En el hospital, los doctores lograron estabilizar a Emiliano después de inyectarle adrenalina. Yo temblaba mientras veía cómo recuperaba el color en sus mejillas. Cuando por fin pude respirar, sentí una rabia y un dolor tan profundos que no sabía si llorar o gritar.

Doña Rosa llegó al hospital con los ojos hinchados de tanto llorar. Se arrodilló frente a mí:

—Perdóname, hija… No sabía que el mole tenía cacahuate. Solo quería que probara algo rico…

—¡Te lo advertí mil veces! —le respondí entre dientes—. ¡No puedes darle nada sin preguntarme! ¿Qué hubiera pasado si no llegábamos a tiempo?

Ella bajó la cabeza y no dijo nada más.

Esa noche me quedé sentada junto a la cama de Emiliano en el hospital. Lo veía dormir con el suero en la mano y pensaba en todo lo que había sacrificado por él: mis sueños de estudiar enfermería, mis ganas de viajar, hasta mis amistades. Todo por protegerlo. Y ahora, la única persona en quien confiaba para ayudarme me había fallado.

Los días siguientes fueron un infierno silencioso. Doña Rosa me llamaba todos los días para preguntar por Emiliano, pero yo no contestaba. Sentía que si escuchaba su voz iba a explotar de nuevo. Mi vecina Lupita me ayudó con el niño mientras yo iba al trabajo. La gente del barrio empezó a murmurar: “Pobre Doña Rosa, solo quería ayudar”, “Mariana es muy dura con ella”. Pero nadie entendía el miedo constante con el que vivo desde que sé lo frágil que es la vida de mi hijo.

Un sábado por la tarde, Doña Rosa vino a buscarme a la panadería. Se veía más vieja, como si hubiera envejecido diez años en una semana.

—Mariana —me dijo con voz baja—, sé que no me vas a perdonar nunca… pero quiero que sepas que lo siento de verdad. Yo también perdí a un hijo y no soportaría perder a mi nieto por mi culpa.

Por un momento sentí compasión. Recordé cómo ella perdió a su hija mayor en un accidente hace años y cómo eso la volvió más dura aún. Pero el miedo seguía ahí, como una sombra pegada a mi espalda.

—No sé si algún día pueda confiar en ti otra vez —le dije—. Emiliano es todo lo que tengo.

Ella asintió y se fue despacio, arrastrando los pies.

Esa noche hablé con Emiliano sobre lo que había pasado. Tiene solo seis años pero entiende más de lo que parece.

—¿Abuelita ya no va a venir? —me preguntó con voz bajita.

—No lo sé, hijo… A veces las personas cometen errores muy graves —le respondí abrazándolo fuerte.

Pasaron los meses y poco a poco la rutina volvió a instalarse en nuestra vida: escuela, trabajo, consultas médicas. Pero algo se rompió dentro de mí ese día. Ya no puedo confiar en nadie como antes. Me volví más desconfiada, más dura incluso con quienes quieren ayudarme.

A veces me pregunto si hice bien en alejar a Doña Rosa o si estoy condenando a Emiliano a crecer sin familia por culpa del miedo. Pero cuando recuerdo su carita hinchada y su respiración entrecortada, siento que no tengo opción.

En las noches largas y silenciosas me repito una y otra vez: ¿Es posible volver a confiar después de una traición así? ¿O hay errores que simplemente no tienen perdón?

¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Le darían otra oportunidad a alguien que puso en peligro lo más valioso de su vida?