El error que no se olvida
—¿Por qué tienes esa cara, Mariana? —La voz de mi mamá retumbó en el pasillo, justo cuando intentaba escabullirme a mi cuarto sin que nadie me viera. Me detuve en seco, sintiendo el corazón golpearme el pecho como si quisiera escapar de mi cuerpo.
No podía mirarla a los ojos. Tenía las manos embarradas, la ropa húmeda y el cabello pegado a la frente. Mi mamá se acercó, con el delantal todavía puesto y las manos temblorosas. —¿Qué pasó en el lago? —insistió, y yo solo apreté los labios, deseando que la tierra me tragara.
No era la primera vez que iba al lago con mis amigas, pero esa tarde todo fue distinto. Había una tensión rara entre nosotras desde que llegó Camila, la nueva del barrio, con su aire de superioridad y su celular último modelo. Yo quería impresionarla, demostrarle que no era una niña tonta del pueblo. Por eso acepté el reto: cruzar nadando hasta la boya amarilla, la más lejana.
—¡Vamos, Mariana! ¿O tienes miedo? —me gritó Camila, mientras las demás reían y aplaudían desde la orilla.
El agua estaba helada y el sol ya comenzaba a esconderse tras los cerros. Nadé con todas mis fuerzas, sintiendo cómo los músculos me ardían y la respiración se volvía cada vez más pesada. Cuando llegué a la boya, levanté el brazo en señal de victoria. Pero al darme vuelta, vi que Camila ya no estaba en la orilla.
—¿Dónde está Camila? —preguntó Lucía, con la voz quebrada.
Nadie respondió. Solo escuchamos un chapoteo lejano y después, silencio. El miedo nos paralizó. Nadie se atrevió a meterse de nuevo al agua. Corrimos al pueblo buscando ayuda, pero cuando los adultos llegaron al lago, ya era tarde.
Esa noche no pude dormir. Escuchaba los sollozos de la mamá de Camila desde mi ventana. Mi mamá entró a mi cuarto y me abrazó fuerte, pero yo no podía decirle nada. Sentía que si hablaba, todo se rompería para siempre.
Los días siguientes fueron un infierno. El pueblo entero murmuraba sobre lo que había pasado en el lago. Las amigas dejaron de hablarme; algunas madres prohibieron a sus hijas juntarse conmigo. Mi papá apenas me miraba cuando llegaba del trabajo. Solo mi mamá seguía ahí, preguntando una y otra vez:
—¿Qué pasó realmente ese día?
Pero yo no podía confesarle que todo fue por culpa de un reto estúpido, por querer encajar con alguien que ni siquiera era mi amiga. Guardé el secreto como si fuera una piedra en el estómago.
Pasaron los años. Me fui a estudiar a la ciudad y traté de dejar atrás el pueblo y sus fantasmas. Pero cada vez que veía un lago o escuchaba risas adolescentes, el recuerdo volvía como una ola fría. Soñaba con Camila llamándome desde el agua, pidiéndome ayuda.
Un día recibí una llamada de mi mamá: —Tu papá está enfermo, Mariana. Ven cuanto antes.
Volví al pueblo con el corazón encogido. La casa olía igual que siempre: a café recién hecho y pan dulce. Pero todo se sentía distinto, como si faltara algo esencial. Mi papá apenas podía hablar; mi mamá estaba más encorvada y sus ojos tenían un brillo triste.
Esa noche, mientras lavábamos los platos juntas, mi mamá rompió el silencio:
—Nunca me dijiste qué pasó ese día en el lago —susurró—. Pero sé que te duele más de lo que quieres admitir.
Las lágrimas me brotaron sin aviso. Me senté en el suelo de la cocina y le conté todo: el reto, el miedo, la culpa. Mi mamá me abrazó tan fuerte que sentí que podía romperme.
—No eres mala persona por haber cometido un error —me dijo—. Pero sí por esconderlo toda la vida.
Esa noche dormí por primera vez en años sin pesadillas. Al día siguiente fui a ver a la mamá de Camila. No sabía si me recibiría o si me cerraría la puerta en la cara. Cuando abrió, me miró largo rato antes de hablar:
—Siempre supe que había algo más —dijo—. Gracias por venir.
Lloramos juntas en silencio. No hubo perdón inmediato ni palabras mágicas para borrar el pasado, pero sentí que algo dentro de mí se acomodaba por fin.
Hoy vivo lejos del pueblo, pero cada vez que regreso paso por el lago y dejo una flor en la orilla. Aprendí que los errores no desaparecen por esconderlos; solo crecen hasta que te obligan a enfrentarlos.
A veces me pregunto: ¿Cuántos secretos guardamos por miedo a perder el amor de quienes más nos importan? ¿Y si hablar fuera el primer paso para sanar?