El Gato de la Discordia: Una Noche en el Edificio San Martín
—¡Por el amor de Dios, Anielka, hacé algo con ese gato! —gritó la voz ronca de doña Marta, retumbando en el pasillo como un trueno inesperado en la noche sofocante de Buenos Aires.
El timbre sonaba como si alguien quisiera arrancarlo de cuajo. Simón, mi gato atigrado, se había lanzado a su carrera nocturna habitual, saltando de la mesa al sofá y del sofá al mueble, haciendo temblar los viejos pisos de madera del departamento. Yo, apenas envuelta en mi gastado batón celeste, me sobresalté y dejé caer el control remoto. Krzysztof, mi pareja polaco-argentino, gruñó desde la cama sin abrir los ojos.
—¿Otra vez esa vieja? —murmuró, dándose vuelta.
Me acerqué a la puerta, el corazón latiéndome en la garganta. Afuera, los gritos continuaban.
—¡No se puede vivir así! ¡Ese animal es una bestia! ¡Y ustedes unos irrespetuosos! —vociferaba doña Marta, mientras golpeaba la puerta con el puño cerrado.
Abrí apenas una rendija. El calor era tan denso que parecía que el aire mismo se pegaba a la piel. Doña Marta estaba allí, despeinada y en bata, con los ojos inyectados de furia. Detrás de ella asomaba la cabeza de Don Ernesto, el vecino del 4B, siempre dispuesto a sumarse al escándalo ajeno.
—Doña Marta, le juro que Simón no hace tanto ruido… —intenté explicar.
—¡No me mienta! ¡Parece que tienen un caballo ahí adentro! —interrumpió Don Ernesto, cruzado de brazos.
Sentí cómo se me llenaban los ojos de lágrimas. No era solo por el gato. Era por todo: por la soledad que me envolvía desde que mamá murió hace dos años, por el trabajo que no conseguía, por Krzysztof que cada vez estaba más distante y pasaba las noches enteras jugando en la computadora o mirando fútbol polaco.
—Voy a llamar al consorcio —amenazó doña Marta—. ¡Y si no hacen algo, llamo a la policía!
Cerré la puerta con suavidad. Simón se frotó contra mis piernas, ajeno al caos que había provocado. Lo levanté y lo abracé fuerte. Sentí su ronroneo vibrar contra mi pecho y me eché a llorar en silencio.
Krzysztof apareció en el pasillo, rascándose la cabeza.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó sin mucho interés.
—No sé… —susurré—. No puedo deshacerme de Simón. Es lo único que me queda.
Él suspiró y volvió a meterse en la habitación. Me quedé sola en el living, con Simón en brazos y el eco de los reproches flotando en el aire caliente.
Me senté junto a la ventana abierta. Afuera, los autos pasaban como fantasmas bajo las luces anaranjadas. Recordé cuando mamá me regaló a Simón para mi cumpleaños número treinta y cinco. «Para que no te sientas tan sola», me dijo entonces. Ahora ella ya no estaba y yo sentía que todo lo que tenía era ese gato y un departamento que se caía a pedazos.
El teléfono vibró sobre la mesa. Era un mensaje de mi hermana Lucía:
—¿Otra vez problemas con los vecinos? ¿Por qué no regalás ese gato? Venite a vivir conmigo a Córdoba.
No respondí. Lucía nunca entendió por qué me aferraba tanto a Simón ni por qué no podía dejar Buenos Aires. Ella tenía su familia, su casa grande en las sierras y una vida ordenada. Yo solo tenía este caos.
De repente, escuché pasos apresurados en el pasillo y luego un portazo violento. Me asomé por la mirilla: doña Marta lloraba sentada en las escaleras. Dudé unos segundos y salí con cuidado.
—¿Está bien? —pregunté tímidamente.
Ella me miró con rabia y tristeza mezcladas.
—No puedo dormir… Mi marido está enfermo y cada ruido lo despierta. No es solo el gato… Es todo esto… este edificio viejo… esta ciudad que ya no reconozco…
Me senté a su lado sin decir nada. Por primera vez vi a doña Marta como una mujer cansada y sola, no solo como una vecina insoportable.
—Perdóneme —dije—. No sabía lo de su marido…
Ella suspiró largo.
—A veces extraño cuando mis hijos eran chicos y llenaban la casa de gritos y risas… Ahora solo queda el silencio… Y ese maldito gato rompiendo la noche…
Nos quedamos calladas un rato. Sentí que algo se aflojaba dentro mío: una rabia vieja, una tristeza compartida.
Volví al departamento con una extraña paz. Krzysztof dormía profundamente. Simón me miraba desde el sillón, como si supiera todo lo que había pasado.
Me acosté junto a Krzysztof y cerré los ojos. Pensé en mamá, en Lucía, en doña Marta y su marido enfermo; pensé en todos los que alguna vez amé y perdí; pensé en Simón y en cómo un simple gato podía ser motivo de tanto conflicto y también de tanta compañía.
A la mañana siguiente, encontré una nota bajo la puerta:
«Perdón por los gritos de anoche. Mi marido tuvo fiebre y yo estaba muy nerviosa. Si podés mantener al gato más tranquilo por las noches te lo agradecería mucho. Marta del 4A».
Sonreí con tristeza. Preparé café para dos y bajé a tocarle el timbre a doña Marta. Cuando abrió la puerta, le extendí una taza humeante.
—¿Le gusta con azúcar o sin?
Ella sonrió apenas y me hizo pasar. Hablamos largo rato sobre gatos, hijos ausentes y maridos enfermos. Por primera vez en mucho tiempo sentí que no estaba sola del todo.
Esa noche, mientras acariciaba a Simón antes de dormir, pensé: ¿Cuántas veces juzgamos sin saber lo que pasa del otro lado de la puerta? ¿Cuántos ruidos ajenos esconden dolores propios?
¿Y ustedes? ¿Alguna vez un pequeño problema cotidiano les reveló algo más profundo sobre ustedes mismos o sus vecinos?