El grito silenciado de una madre: La historia de Bárbara y Tomás
—Tomás… ¿Eres tú?— Mi voz se ahoga entre el bullicio del parque Chapultepec, pero él ni siquiera voltea. Camina con paso firme, rodeado de amigos, riendo como si yo no existiera. Mi corazón late tan fuerte que temo que todos puedan oírlo. Me aferro a la bolsa de mercado, los dedos temblorosos, mientras la imagen de mi hijo —mi niño— se aleja sin mirarme.
No puedo evitar recordar la primera vez que lo llevé a este mismo parque. Tenía cinco años y corría tras las palomas, su risa llenaba el aire. Yo era joven, asustada y sola, pero él me hacía sentir capaz de todo. “Mamá, ¿me compras un helado?” me decía con esos ojos grandes, y aunque apenas tenía para la renta, siempre encontraba unas monedas para hacerlo feliz.
Hoy, veinte años después, Tomás camina por la vida como si yo fuera invisible. ¿En qué momento se rompió el hilo que nos unía? ¿Fue cuando tuve que dejarlo solo para trabajar doble turno en la fonda? ¿O cuando no pude comprarle los tenis de marca que tanto quería? Tal vez fue cuando su padre, ese hombre que prometió el cielo y se fue sin mirar atrás, le llenó la cabeza de promesas vacías en una llamada desde Monterrey.
—¡Mamá! ¿Por qué no tenemos papá como los demás?— me preguntó Tomás una noche, mientras yo remendaba su uniforme escolar bajo la luz amarilla del foco. Sentí un nudo en la garganta. “Porque a veces los hombres no saben quedarse”, le respondí, acariciándole el cabello. Él solo asintió, pero sus ojos se llenaron de una tristeza que nunca supe cómo borrar.
Años después, cuando Tomás entró a la prepa, empezó a cambiar. Ya no quería que lo acompañara a las juntas escolares. Me decía que sus amigos se burlaban porque yo siempre iba con el mandil puesto y las manos oliendo a cebolla. “No vengas, mamá. Mejor quédate en la casa”, me pidió una vez. Sentí que me arrancaban un pedazo del alma, pero fingí una sonrisa y le dije que estaba bien.
La universidad fue otro golpe. Logré juntar el dinero para inscribirlo en la UNAM vendiendo tamales los domingos y limpiando casas en Polanco. Pero Tomás empezó a juntarse con gente diferente. Un día llegó a casa avergonzado porque una compañera le preguntó si yo era su empleada doméstica. “No tienes por qué contarle a nadie lo que hago”, le dije, pero él solo bajó la mirada.
Ahora lo veo aquí, tan cerca y tan lejos. Me acerco un poco más, esperando que al menos me salude. Pero cuando nuestros ojos se cruzan por un instante, Tomás desvía la mirada y sigue caminando. Siento que el mundo se detiene. ¿Cómo puede mi propio hijo fingir que no me conoce?
Me siento en una banca, las lágrimas amenazando con salir. A mi lado, una señora mayor me mira con compasión. “¿Está bien, señora?”, pregunta. Solo puedo asentir, incapaz de hablar. Pienso en todas las noches sin dormir, en los cumpleaños celebrados con pastel de panadería y velas recicladas, en los abrazos que le di cuando tenía miedo de las tormentas.
Recuerdo también las veces que discutimos. Cuando le prohibí salir con ese grupo de muchachos que andaban en malos pasos. Cuando le grité porque llegó borracho una madrugada y casi no podía sostenerse en pie. “¡Tú no entiendes nada!”, me gritó entonces. Y yo lloré toda la noche, preguntándome si estaba fallando como madre.
La vida nunca fue fácil para nosotras las mujeres solas en esta ciudad. Mi mamá me decía: “Bárbara, los hijos son prestados; un día se van”. Pero nunca imaginé que se iría así: arrancándome del corazón sin despedirse.
Un día intenté hablar con él por teléfono. “Tomás, hijo, ¿puedes venir a cenar? Hice tu sopa favorita”. Su respuesta fue fría: “No puedo, mamá. Tengo cosas que hacer”. Desde entonces las llamadas son cada vez más cortas, más distantes.
A veces escucho a las vecinas decir: “Ese muchacho ya ni saluda a su madre”. Otras veces me preguntan si estoy bien, si necesito algo. Pero nadie puede llenar el vacío que deja un hijo ausente.
Hoy lo vi reír con sus amigos en el parque donde aprendió a caminar. Y yo aquí, sentada entre desconocidos, preguntándome si todo lo que hice valió la pena.
¿De qué sirve el sacrificio si al final te conviertes en un fantasma para quien más amas? ¿Será cierto que el amor de madre no basta para mantener unida a la familia?
Quizá algún día Tomás recuerde quién soy y todo lo que hice por él. Pero hoy… hoy solo me queda esperar y preguntarme: ¿Cuántas madres más viven este silencio? ¿Cuántos hijos olvidan el rostro de quien les dio la vida?