El hijo que nunca volvió: Entre el silencio y la esperanza

—¿Otra vez vas a quedarte mirando por la ventana, mamá? —me preguntó mi hija menor, Lucía, mientras yo apretaba el borde del delantal con los dedos fríos.

No le respondí. Afuera, el viento sacudía las ramas del guayabo y hacía crujir las tablas viejas de nuestra casa en el campo, en las afueras de un pequeño pueblo en el sur de Colombia. El reloj marcaba las cinco y media. El arroz ya estaba listo, el pollo guisado humeaba sobre la mesa y el olor a cilantro fresco llenaba la cocina. Todo estaba preparado para recibir a Andrés, mi hijo mayor, pero otra vez no llegaba.

—¿Y si llamamos otra vez? —sugirió Lucía, con esa mezcla de esperanza y resignación que solo los jóvenes pueden tener.

—No —le respondí, casi en un susurro—. Ya llamé tres veces esta semana. Camila ni siquiera contesta. Y cuando lo hace, siempre tiene una excusa nueva.

Lucía me miró con compasión, pero también con ese fastidio de quien ya se cansó de esperar. Yo no podía cansarme. No podía dejar de esperar a mi hijo.

La última vez que Andrés vino fue hace seis meses, para el cumpleaños de su papá, Julián. Llegó apurado, con la camisa arrugada y los ojos cansados. Camila se quedó en el carro, ni siquiera quiso entrar a saludar. Apenas comimos, Andrés dijo que tenían que irse porque Camila se sentía mal. Desde entonces, todo ha sido silencio y evasivas.

—Mamá, tienes que entender que Andrés tiene su vida —me dijo Julián esa noche, cuando nos quedamos solos recogiendo los platos—. No podemos estar esperándolo siempre.

Pero yo no puedo evitarlo. Andrés es mi hijo mayor, el que me ayudaba a cargar los bultos de café cuando era niño, el que me hacía reír con sus historias inventadas mientras lavábamos la ropa en el río. ¿Cómo no voy a esperarlo?

A veces pienso que la culpa es mía. Que tal vez fui demasiado exigente cuando era niño. Que le pedí demasiado cuando se fue a estudiar a la ciudad. Pero también pienso en Camila. Desde que se casaron, ella ha hecho todo lo posible por alejarlo de nosotros. Dice que solo queremos pedirle favores, que lo cargamos de responsabilidades que ya no le corresponden.

—Tu mamá siempre quiere algo —le escuché decir una vez por teléfono—. Que le arregles la bomba de agua, que le traigas medicinas, que le ayudes con la cosecha… Nunca es suficiente.

¿Es pecado querer ver a tu hijo? ¿Es mucho pedir que venga a visitarnos aunque sea una vez al mes?

Hoy preparé su comida favorita. Me levanté temprano para ir al mercado y comprar los ingredientes más frescos. Limpié la casa como si fuera Navidad. Julián cortó flores del jardín y Lucía puso la mesa con los platos bonitos. Todo para nada.

A las seis y cuarto sonó el teléfono. Era Andrés.

—Mamá…

Su voz sonaba lejana, como si estuviera hablando desde otro país.

—¿Vas a venir? —pregunté antes de que pudiera decir nada más.

—No puedo, mamá. Camila está enferma y tengo mucho trabajo…

Sentí un nudo en la garganta. Quise gritarle que siempre era lo mismo, que nunca tenía tiempo para nosotros, pero solo pude decir:

—Está bien, hijo. Cuídate mucho.

Colgué antes de que pudiera escuchar el silencio incómodo del otro lado.

Julián entró a la cocina y me abrazó por detrás.

—No llores más, mujer —me susurró al oído—. Algún día volverá.

Pero yo ya no sé si quiero seguir esperando ese día.

Esa noche cenamos en silencio. Lucía intentó animarnos contando historias del colegio, pero nadie tenía ganas de reírse. Julián comió poco y se fue temprano a dormir. Yo me quedé sentada en la mesa mirando el plato vacío de Andrés.

Recordé cuando era niño y corría por el patio persiguiendo gallinas. Cuando me abrazaba fuerte después de una tormenta porque le daban miedo los truenos. ¿En qué momento se volvió tan distante? ¿En qué momento dejamos de ser su familia para convertirnos en una carga?

Al día siguiente fui al pueblo a comprar pan. Las vecinas me miraban con lástima.

—¿Y tu hijo? —me preguntó doña Rosa—. Hace rato no lo vemos por aquí.

No supe qué responderle. Solo bajé la cabeza y seguí caminando.

En la tienda escuché a dos mujeres hablando sobre sus hijos que se habían ido a la ciudad y ya casi no llamaban. Una de ellas lloraba en silencio mientras contaba cómo su nuera no la dejaba ver a sus nietos.

Me sentí menos sola, pero también más triste. ¿Será este el destino de todas las madres del campo? ¿Criar hijos para que un día se vayan y nos olviden?

Esa tarde Julián me encontró llorando en el patio.

—No podemos obligarlo a venir —me dijo con voz suave—. Si él no quiere estar aquí, es mejor dejarlo ir.

Pero yo no quiero dejarlo ir. No quiero resignarme a perderlo.

Esa noche soñé con Andrés. Soñé que llegaba a casa con una sonrisa enorme y me abrazaba fuerte como cuando era niño. Me desperté llorando y con el corazón apretado.

Pasaron los días y las semanas. Cada vez llamaba menos. Cada vez ponía más excusas. Camila siempre estaba enferma o tenía algún compromiso importante. A veces ni siquiera contestaban el teléfono.

Lucía empezó a salir más con sus amigas del pueblo y Julián se refugió en su huerta. Yo me quedé sola con mis recuerdos y mi tristeza.

Un día recibí una carta de Andrés. Decía que estaba bien, que tenía mucho trabajo y que esperaba poder visitarnos pronto. Pero ya no le creía.

La vida siguió su curso. La cosecha llegó y pasó sin ayuda de Andrés. Las fiestas del pueblo se celebraron sin él. Los años empezaron a pesarme en los hombros y en el corazón.

A veces pienso en ir a buscarlo a la ciudad, pero sé que Camila no me recibiría bien. Sé que solo lograría alejarlo más.

Hoy vuelvo a mirar por la ventana mientras el viento sacude las ramas del guayabo y hace crujir las tablas viejas de nuestra casa en el campo. Sigo esperando a mi hijo, aunque sé que tal vez nunca vuelva.

¿Será cierto que los hijos crecen para alejarse? ¿O será que nosotros mismos los empujamos sin darnos cuenta? ¿Cuántas madres más estarán esperando como yo detrás de una ventana?