El hombre que cambiaba de calcetines cinco veces al día
—¡Otra vez, Sebastián! ¿De verdad? —grité desde la puerta del baño, mientras veía el cesto de ropa rebosando de calcetines usados. Mi voz temblaba entre la rabia y la desesperación. Él ni siquiera volteó; estaba demasiado concentrado en doblar meticulosamente su quinto par del día, como si ese ritual fuera lo único que le daba sentido a su existencia.
No siempre fue así. Cuando nos conocimos en una fiesta en el barrio de Palermo, en Buenos Aires, Sebastián era el alma de la reunión: risueño, espontáneo, con ese acento porteño que me derretía. Nos enamoramos rápido, como suele pasar en las historias que uno cree que solo existen en las novelas. Pero la vida real tiene otros planes.
Al principio, sus hábitos me parecían tiernos. Me hacía reír verlo tan obsesionado con la limpieza: siempre con un pañuelo en el bolsillo, siempre lavándose las manos. Pero después de la pandemia, todo se intensificó. Sebastián empezó a cambiarse los calcetines cada vez que sentía un poco de sudor o cuando pisaba el suelo sin pantuflas. Al principio eran dos veces al día, luego tres… hasta llegar a cinco.
—¿No te das cuenta que esto no es normal? —le pregunté una noche, mientras cenábamos milanesas con puré y los chicos miraban la tele en el cuarto.
Él bajó la mirada y murmuró:
—No puedo evitarlo, Nico. Siento que si no lo hago… algo malo va a pasar.
Intenté comprenderlo, pero la rutina se volvió insoportable. Yo trabajaba todo el día como maestra en una escuela pública y al llegar a casa tenía que lavar montañas de ropa. Los chicos, Camila y Lautaro, empezaron a notar la tensión. Camila, con apenas ocho años, me preguntó una tarde:
—¿Por qué papá está tan raro?
No supe qué responderle. Me dolía verla preocupada por cosas que no debería cargar a su edad.
Una noche, después de una discusión especialmente fuerte —yo le reclamaba por los gastos extra en detergente y él me gritaba que nadie lo entendía—, Sebastián se encerró en el baño por horas. Escuché su llanto ahogado y sentí una mezcla de culpa y rabia. ¿Cómo llegamos a esto?
Al día siguiente, mi mamá vino a visitarnos desde Lomas de Zamora. Ella siempre fue práctica, de esas mujeres que enfrentaron la vida con las uñas y los dientes. Al ver el ambiente tenso, me llevó aparte y me dijo:
—Nena, esto no es solo una manía. Tu marido necesita ayuda.
Pero en nuestra cultura pedir ayuda psicológica es casi un tabú. ¿Qué iban a decir los vecinos? ¿Y si los chicos sufrían bullying en la escuela por tener un padre «loco»?
Sin embargo, el problema creció como una bola de nieve. Sebastián empezó a evitar salir de casa por miedo a ensuciarse. Dejó de ir al club con sus amigos y hasta faltó al trabajo varias veces. La plata empezó a faltar y las cuentas se acumularon sobre la mesa del comedor.
Una tarde lluviosa, Camila llegó llorando del colegio porque una compañera le dijo que su papá era «un bicho raro». Ese fue mi límite. Me senté con Sebastián y le hablé desde el fondo del corazón:
—Te amo, pero así no podemos seguir. Necesitamos ayuda… todos.
Él lloró como nunca lo había visto antes. Me confesó que desde chico sentía miedo a los gérmenes porque su papá había muerto de neumonía cuando él tenía diez años. Nunca lo había hablado con nadie.
Con mucho esfuerzo y después de varias discusiones familiares —mi suegra decía que era «pavada de mujeres modernas»— logramos convencerlo de ir a terapia. No fue fácil: hubo recaídas, peleas y días en los que pensé en separarme.
Pero poco a poco, Sebastián empezó a mejorar. Aprendió a controlar sus impulsos y nosotros aprendimos a ser más pacientes. Los chicos también fueron a terapia familiar y juntos reconstruimos nuestra vida, ladrillo por ladrillo.
Hoy todavía hay días difíciles; todavía encuentro calcetines fuera de lugar o escucho comentarios malintencionados en la verdulería del barrio. Pero aprendí que el amor no es solo pasión o alegría: también es acompañar al otro en sus batallas más oscuras.
A veces me pregunto: ¿Cuántas familias callan sus dolores por miedo al qué dirán? ¿Cuántos Sebastián hay en nuestros barrios esperando una mano amiga? ¿Y si empezamos a hablar más abiertamente sobre lo que nos duele?