El horario de la cocina que desató la tormenta
—¡Pero decime vos, Lucía! ¿No es una locura? —exclamó Natalia, dejando la taza de mate sobre la mesa con un golpe seco que hizo temblar las medialunas.
Yo apenas alcancé a asentir, porque ya conocía ese tono: el que usaba cuando algo en su casa estaba a punto de explotar. Natalia era mi vecina desde hacía más de veinte años, una mujer de esas que no se callan nada y que, a pesar de sus setenta y pico, tenía más energía que yo después de dos cafés. Esa noche, el aire estaba espeso y húmedo, típico de Corrientes en noviembre, y las chicharras afuera parecían querer tapar nuestras voces.
—¿Qué pasó ahora con tu nuera? —pregunté, aunque ya imaginaba por dónde venía la cosa.
—¡Ay, Lucía! La Sydney esa… —hizo una pausa, como si el nombre le costara decirlo—. Se le ocurrió hacer un horario para la cocina. Que los lunes cocina ella, los martes yo, los miércoles su marido… ¡Como si esto fuera un hotel!
No pude evitar reírme. Conocía a Sydney desde que se casó con el hijo de Natalia, Martín. Era una chica joven, de Buenos Aires, muy organizada y con ideas modernas. Pero en esa casa, donde las costumbres eran ley y la cocina era territorio sagrado de la suegra, cualquier cambio era como tirar una piedra en un lago tranquilo.
—¿Y qué dijeron los demás? —quise saber.
—Martín no dijo nada, como siempre. Mi marido, Ernesto, se fue a ver el partido y ni se enteró. Pero yo… —sus ojos se llenaron de lágrimas contenidas—. Yo sentí que me estaban echando de mi propia cocina.
Me quedé callada. Sabía lo que significaba para Natalia ese espacio: era donde preparaba los guisos para toda la familia los domingos, donde me convidaba chipá recién hecho cuando yo llegaba cansada del trabajo. Era su refugio y su orgullo.
—¿Y qué hiciste? —pregunté bajito.
—Le dije que no estaba de acuerdo. Que acá siempre fue así: el que llega primero cocina, el que puede ayuda. Pero ella insistió con eso de la igualdad y el respeto…
La conversación quedó flotando en el aire mientras afuera empezaba a llover fuerte. Yo recordé mis propias peleas familiares: las discusiones por quién lavaba los platos o quién sacaba la basura. Pero lo de Natalia era distinto; sentí que detrás del enojo había algo más profundo.
Esa noche me fui a dormir inquieta. Al día siguiente, Natalia no salió al patio como siempre. Pasaron tres días hasta que volvió a tocarme el timbre.
—Lucía, ¿tenés un minuto? —me preguntó con voz temblorosa.
La invité a pasar y enseguida noté que había estado llorando.
—Discutimos feo —me confesó—. Martín me gritó que tenía que aceptar los cambios, que Sydney solo quería ayudar… Y yo le dije cosas horribles. Que ella nunca iba a ser parte de esta familia si seguía así.
Sentí un nudo en el estómago. Natalia era dura, pero también muy sensible. Me contó que después de esa pelea, Sydney se encerró en su cuarto y Martín se fue a dormir al sillón.
—¿Y ahora qué vas a hacer? —le pregunté.
—No sé… —susurró—. Siento que perdí todo lo que construí en esta casa.
Me quedé pensando en lo difícil que es ceder espacio cuando una ha dado todo por su familia. En cómo las nuevas generaciones traen ideas frescas pero también chocan con las raíces profundas de nuestras costumbres.
Esa tarde fui yo quien cruzó a su casa. Toqué la puerta y me abrió Sydney, con los ojos hinchados pero una sonrisa tímida.
—¿Podemos hablar? —le dije.
Nos sentamos en la cocina, ese campo de batalla silencioso. Le conté cómo Natalia sentía que perdía su lugar y cómo yo misma había tenido peleas parecidas con mi hija cuando se mudó conmigo después del divorcio.
Sydney suspiró.—Yo solo quería ayudar… Me siento inútil acá. Todo lo hace ella y yo no sé ni dónde están las ollas.
—Quizás puedan encontrar un punto medio —le sugerí—. No hace falta un horario estricto, pero sí hablarlo sin pelearse.
Esa noche, Natalia y Sydney se sentaron juntas por primera vez en días. Yo me quedé en el living con Ernesto y Martín, escuchando los murmullos desde la cocina. No sé qué se dijeron exactamente, pero al rato salieron abrazadas y con lágrimas en los ojos.
Desde entonces, la cocina ya no tiene horario fijo ni dueña absoluta. A veces cocina una, a veces la otra; a veces las dos juntas entre risas y alguna discusión menor. Pero algo cambió: aprendieron a escucharse y a ceder un poco cada una.
Ahora miro mi propia vida y me pregunto: ¿cuántas veces nos aferramos a lo nuestro por miedo a perderlo? ¿Y si ceder un poco no es perder, sino ganar algo nuevo?
¿Ustedes qué piensan? ¿En sus casas también hubo peleas por cosas pequeñas que terminaron siendo grandes? ¿Vale la pena pelearse por mantener las costumbres o es mejor abrirse al cambio?