El invitado que nunca esperé: Una noche de lluvia que lo cambió todo

—¿Por qué tuvo que venir justo hoy? —me pregunté, apretando el borde de la mesa con los nudillos blancos, mientras la lluvia azotaba los cristales como si quisiera entrar a la fuerza. La casa de mi hermano Iván, en el barrio de Caballito, olía a guiso y a madera vieja. Era una noche para quedarse adentro, para hablar de cosas simples, pero todo cambió cuando Darío tocó el timbre.

Iván fue el primero en reaccionar. Se levantó de un salto, casi derribando su copa de vino. —¡Ese debe ser Darío!— dijo, con una sonrisa nerviosa que no le conocía. Yo me quedé quieto, sintiendo cómo el corazón me latía en la garganta. Hacía años que no veía a Darío, desde aquella pelea en la que casi nos vamos a las manos por culpa de una mentira que nunca se aclaró del todo.

La puerta se abrió y ahí estaba él: empapado, con el pelo pegado a la frente y una mirada que no sabía si era de culpa o de desafío. —¿Se puede pasar o sigo mojándome?— soltó, con ese tono sarcástico que siempre me sacó de quicio.

Iván lo abrazó como si nada hubiera pasado. —¡Entrá, boludo! Mirá cómo estás—. Yo apenas asentí con la cabeza, pero Darío me miró fijo, como si esperara que yo diera el primer paso para arreglar las cosas. No lo hice.

La cena siguió tensa. Mi cuñada Mariana trataba de mantener la conversación ligera, preguntando por anécdotas del colegio, pero cada vez que Darío hablaba, sentía que el aire se volvía más pesado. Iván reía fuerte, demasiado fuerte, como si quisiera tapar algo. Yo apenas probé bocado.

En un momento, Darío dejó el tenedor y me miró directo. —Che, Tomás, ¿vos todavía pensás que te traicioné?—. El silencio fue tan denso que hasta la lluvia pareció detenerse.

Sentí la mirada de Iván clavada en mí. Mariana bajó la vista. Yo respiré hondo. —No sé qué pensar, Darío. Nunca explicaste nada— respondí, con la voz más firme de lo que sentía.

Darío se pasó la mano por la cara, cansado. —Mirá, yo no fui el que le contó a mamá lo tuyo con Lucía. Fue Iván—. El mundo se me vino abajo. Miré a mi hermano, esperando una negación, una risa, algo. Pero Iván solo bajó la cabeza.

—Perdoname, Tomi. Tenía miedo de que te lastimaras más— murmuró Iván, casi inaudible.

Sentí una mezcla de rabia y tristeza. Toda mi vida había confiado en Iván. Cuando mamá se enteró de mi relación con Lucía —la hija del vecino, con quien mi familia nunca se llevó bien—, me echó de casa. Siempre pensé que Darío había sido el soplón. Ahora todo tenía otro color.

—¿Por qué nunca me lo dijiste?— pregunté, la voz quebrada.

Iván se encogió de hombros. —Porque te fuiste. Porque no supe cómo arreglarlo. Porque me dio vergüenza—.

Mariana se levantó y fue a buscar más vino, como si el alcohol pudiera limpiar el ambiente. Darío se quedó callado, mirando su plato. Yo sentí que todo lo que creía saber sobre mi familia era mentira.

La discusión siguió. Salieron a la luz otras cosas: la vez que Iván me culpó por romper el auto de papá cuando en realidad había sido él; los celos de Darío porque yo siempre fui el «hijo perfecto»; las veces que Mariana tuvo que mediar entre nosotros para evitar que la familia se rompiera del todo.

La lluvia seguía golpeando los vidrios, cada vez más fuerte. Afuera, la ciudad parecía un lugar lejano, ajeno a nuestro pequeño infierno doméstico.

—¿Y ahora qué?— pregunté, sin saber si quería una respuesta.

Iván se acercó y me abrazó. Sentí sus lágrimas en mi hombro. —No sé, Tomi. Pero no quiero perderte otra vez—.

Darío se levantó y me tendió la mano. Dudé un segundo, pero la acepté. —Perdoname por no haber hablado antes. Yo también tenía miedo—.

Mariana volvió con las copas y nos obligó a brindar. —Por la familia, aunque a veces duela— dijo, con una sonrisa triste.

Esa noche no resolvimos todo. Pero por primera vez en años, sentí que podía mirar a mi hermano y a Darío sin rencor. La lluvia siguió cayendo hasta la madrugada, como si quisiera limpiar todo lo que había pasado.

Ahora, cada vez que escucho la lluvia golpear los vidrios, me acuerdo de esa cena. ¿Cuántas veces dejamos que el miedo y el orgullo destruyan lo que más queremos? ¿Vale la pena perder a la familia por no animarnos a decir la verdad? Espero sus respuestas. ¿Ustedes qué harían en mi lugar?