El largo regreso: Entre el perdón y el desarraigo

—¿Por qué ahora, Mariana? —La voz de mi madre, doña Teresa, retumbó en el pequeño comedor, como si el tiempo no hubiera pasado. Mi padre, don Ernesto, ni siquiera levantó la mirada del mate que giraba entre sus manos. Yo tenía la garganta seca y las manos temblorosas, pero no podía seguir huyendo.

Diez años. Diez años desde que crucé la frontera con mi mochila y el corazón hecho trizas, jurando que nunca volvería a este pueblo perdido en el Chaco paraguayo. Diez años de silencio, de cartas no enviadas y llamadas que nunca contesté. Pero ahora, con mi hija Lucía dormida en mis brazos, sentí que ya no podía seguir viviendo con ese vacío.

—Porque necesito que Lucía conozca a sus abuelos —respondí, apenas un susurro. Mi madre apretó los labios y se levantó para buscar más agua caliente. El aire estaba cargado de reproches no dichos y recuerdos que dolían como espinas.

La última vez que estuve aquí fue la noche en que discutí con papá. Él quería que me quedara a cuidar la tienda familiar, pero yo soñaba con estudiar medicina en Asunción. «Las mujeres aquí no van a la universidad», me gritó. «¿Y quién va a cuidar de tu madre cuando yo no esté?». Esa noche empaqué mis cosas y me fui sin mirar atrás.

En la ciudad, la vida fue dura. Trabajé limpiando casas, vendiendo empanadas en la terminal y estudiando por las noches. Nadie sabía de dónde venía ni por qué evitaba hablar de mi familia. Cuando conocí a Javier, creí que por fin podría empezar de nuevo. Pero él se fue antes de que Lucía naciera, dejándome sola y asustada.

—¿Y qué esperás ahora? —preguntó papá, su voz ronca por los años y el tabaco—. ¿Que todo vuelva a ser como antes?

—No —dije, tragando lágrimas—. Solo quiero pedirles perdón. Y que Lucía sepa quiénes son ustedes.

Mi madre se sentó frente a mí y me miró largo rato. Sus manos, ásperas por los años de trabajo, temblaban igual que las mías. —¿Sabés lo que fue perderte? —susurró—. Cada Navidad ponía un plato más en la mesa, esperando que volvieras.

El silencio se hizo pesado. Afuera, el calor del verano hacía vibrar las chapas del techo. Lucía se removió en mis brazos y abrió los ojos grandes y oscuros, iguales a los de mi padre.

—Mirá cómo creció —dijo mamá, apenas tocando la manito de mi hija—. Se parece a vos cuando eras chiquita.

Quise decir tantas cosas: que la ciudad me había cambiado, que extrañaba el olor del pan casero y el sonido de los grillos al atardecer; que cada vez que veía una foto vieja sentía un nudo en el pecho. Pero las palabras no salían.

Esa noche dormimos las tres juntas en mi antigua habitación. Mamá me acariciaba el pelo como cuando era niña y yo lloré en silencio hasta quedarme dormida.

Los días siguientes fueron una mezcla de recuerdos y heridas abiertas. Papá apenas me hablaba; salía temprano al almacén y volvía tarde, evitando cruzarse conmigo. Mamá intentaba hacerme sentir en casa, pero yo notaba su tristeza cada vez que miraba a Lucía.

Una tarde, mientras ayudaba a mamá a pelar mandioca para la sopa paraguaya, ella rompió el silencio:

—Tu papá está enfermo, Mariana. Tiene problemas en el corazón desde hace años.

Sentí un golpe en el pecho. Nadie me había dicho nada. ¿Cuántas cosas me había perdido por orgullo?

Esa noche busqué a papá en el patio. Estaba sentado bajo el mango, mirando las estrellas.

—Perdón por todo —le dije—. Por irme así… por no llamar…

Él suspiró largo.—Yo también te fallé, hija. Quise protegerte y solo logré alejarte.

Nos quedamos callados un rato, escuchando los grillos y el murmullo lejano del río.

—¿Te vas a quedar? —preguntó al fin.

—No lo sé —admití—. Mi vida está allá… pero quiero que Lucía tenga raíces aquí también.

Al día siguiente llevé a Lucía al río donde solía jugar de niña. Le mostré los árboles donde trepaba con mis primos y le conté historias de cuando su abuelo era joven y fuerte. Sentí una paz extraña, como si por fin pudiera reconciliarme con mi pasado.

Antes de irme, mamá me abrazó fuerte.—No tardes tanto en volver —me dijo—. Esta siempre será tu casa.

En el bus de regreso a Asunción, miré a Lucía dormir sobre mi regazo y pensé en todo lo que había perdido… pero también en lo que podía recuperar si tenía el valor de volver una y otra vez.

¿Vale la pena dejar atrás el orgullo para sanar las heridas familiares? ¿Cuántos de nosotros seguimos esperando una llamada o un regreso? Los leo…