El Legado de Mamá: Entre la Sangre y la Traición

—Dame las llaves, Lucía. Ya no te corresponde este departamento.

La voz de Camila, mi hermana menor, retumbó en la sala apenas unas horas después de enterrar a mamá. El aire olía a flores marchitas y café frío, y yo apenas podía sostenerme en pie. No entendía nada. ¿Cómo podía hablarme así, como si yo fuera una intrusa en mi propia casa?

—¿De qué hablas, Camila? —pregunté, sintiendo que el piso se me movía bajo los pies.

Ella sacó un sobre amarillo de su bolso y lo puso sobre la mesa. Lo reconocí al instante: era el testamento de mamá. Mis manos temblaron al abrirlo. Cada palabra era una puñalada: mamá había dejado todo a nombre de Camila. El departamento donde vivía, el de papá, incluso el pequeño terreno en el pueblo donde crecimos. Todo.

No podía respirar. Recordé las noches en que cuidé a mamá cuando la diabetes la tenía postrada, los turnos dobles en el hospital para poder comprarle sus medicinas, los domingos en que Camila ni siquiera llamaba. ¿Por qué? ¿Por qué mamá me había hecho esto?

Camila se cruzó de brazos, su mirada dura como el concreto:

—Mamá sabía lo que hacía. Yo siempre fui la responsable con las cuentas, tú solo te preocupabas por tus pacientes y tus cosas.

Sentí rabia, impotencia y una tristeza tan profunda que me dolía el pecho. Quise gritarle que yo también era hija, que yo también merecía algo, aunque fuera una explicación. Pero solo pude susurrar:

—¿Eso es lo que piensas? ¿Que no hice nada por mamá?

Camila no respondió. Se fue al cuarto de mamá y empezó a sacar cajas, como si ya todo le perteneciera. Me senté en la sala y lloré en silencio, recordando la última vez que mamá me abrazó. «Cuida de tu hermana», me dijo. ¿Eso significaba dejarle todo?

Los días siguientes fueron un infierno. Los vecinos venían a dar el pésame y murmuraban cuando veían a Camila sacar muebles y papeles. Mi tía Rosa intentó mediar:

—Lucía, habla con un abogado. Esto no está bien.

Pero el testamento era claro y legal. Mamá había firmado todo en la notaría del centro hace un año, cuando yo estaba trabajando en la clínica rural y Camila la acompañaba a todas partes. Nadie sospechó nada.

Empecé a dudar de mí misma. ¿Había hecho algo para merecer esto? Recordé las peleas con mamá por el dinero, por mi trabajo como enfermera, por no casarme ni tener hijos como Camila. Quizás ella siempre prefirió a mi hermana y yo nunca lo quise ver.

Una tarde, mientras recogía mis cosas, encontré una carta escondida entre los libros de mamá. Era para mí.

«Lucía: Sé que esto te dolerá, pero quiero que entiendas que lo hice para protegerte. Camila no sabe estar sola y tú siempre has sido fuerte. No es justo, pero es lo que creo necesario. Perdóname si puedes. Te amo, Mamá».

La carta me rompió aún más. ¿Protegerme? ¿De qué? ¿De mi propia familia? Sentí una mezcla de amor y resentimiento hacia esa mujer que me dio la vida pero también me dejó sin nada.

Las semanas pasaron y tuve que mudarme a un cuarto alquilado cerca del hospital. Camila vendió el departamento y se mudó con su esposo a una casa más grande. No volvió a llamarme.

En el hospital, mis compañeros notaron mi tristeza. La doctora Valeria me abrazó un día en la sala de descanso:

—No eres la única, Lucía. Mi hermano me quitó todo cuando murió mi papá. En este país, la familia puede ser tu peor enemigo.

Sus palabras me hicieron sentir menos sola, pero también más triste por tantas historias parecidas en nuestro México querido.

A veces sueño con mamá y le pregunto por qué lo hizo. Me despierto llorando y con el corazón apretado. No sé si algún día podré perdonar a Camila o a mamá. Solo sé que esta herida me acompañará siempre.

Ahora trabajo más horas que nunca y ahorro cada peso para comprarme un lugar propio algún día. Aprendí a no esperar nada de nadie, ni siquiera de la sangre.

A veces me pregunto: ¿Vale la pena pelear por lo material cuando lo que más duele es la traición? ¿Alguna vez podré volver a confiar en mi familia?

¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Perdonarían o lucharían hasta el final?