El nombre en la escritura: La batalla por el futuro de mi hija

—¿Por qué a nombre de tu mamá, Mauricio? —pregunté, sin poder ocultar el temblor en mi voz. La tarde caía sobre la sala, y el calor húmedo de Barranquilla se mezclaba con la tensión que llenaba el aire. Camila, mi hija, me miró con ojos cansados, una mano sobre su vientre abultado. Estaba embarazada de su segundo hijo y, aunque intentaba mantenerse serena, yo podía ver la preocupación asomando en sus gestos.

Mauricio se encogió de hombros, como si la respuesta fuera obvia.

—Es por seguridad, suegra. Mi mamá tiene experiencia con papeles y así evitamos problemas si pasa algo —dijo, sin mirarme directamente.

Sentí un nudo en el estómago. No era la primera vez que Mauricio tomaba decisiones sin consultar a Camila. Pero esto era distinto. Era la casa donde crecerían mis nietos, donde Camila soñaba con tener un jardín y colgar la hamaca que le regaló su papá antes de morir.

—¿Y tú qué piensas, hija? —le pregunté, buscando su mirada.

Camila bajó los ojos. —No sé, mamá. Mauricio dice que es lo mejor…

No pude evitarlo. Me levanté del sofá y caminé hasta la ventana. Afuera, los vendedores ambulantes gritaban sus ofertas y un grupo de niños jugaba fútbol en la calle de tierra. Pensé en todo lo que habíamos luchado para que Camila tuviera una vida mejor. ¿Y ahora iba a dejar que todo dependiera de una firma?

Esa noche no pude dormir. Recordé cuando mi esposo y yo compramos nuestra casa con tanto esfuerzo. Él siempre decía: “La casa es para la familia, no para los papeles”. Pero los tiempos habían cambiado. Ahora, con tanta inseguridad jurídica y familias desintegrándose por herencias mal manejadas, sentía miedo.

Al día siguiente, fui a visitar a mi comadre Lucía. Ella siempre tenía un consejo sabio.

—Eso no me huele bien, Mariela —me dijo mientras servía café—. Si la casa queda a nombre de la suegra de Camila, ¿qué garantía tiene tu hija si las cosas se ponen feas?

—Eso mismo pienso yo —respondí—. Pero Camila está tan cansada y vulnerable… No quiero que piense que no confío en su esposo.

Lucía suspiró.—A veces hay que ser la mala del cuento para proteger a los hijos.

Esa frase me acompañó todo el día. Decidí hablar con Camila a solas.

—Hija, ¿tú confías en Mauricio? —le pregunté suavemente.

Ella dudó.—Sí… pero últimamente siento que toma decisiones sin mí. Y su mamá siempre está metida en todo.

—¿Y si un día las cosas cambian? ¿Si él ya no está o si discuten? ¿Dónde quedas tú? ¿Dónde quedan tus hijos?

Camila se echó a llorar. La abracé fuerte, sintiendo su miedo mezclado con el mío.

—No quiero pelear más, mamá. Estoy cansada…

—No es pelear, hija. Es cuidar lo que es tuyo. Lo que es de tus hijos.

Esa noche hubo una gran discusión en la casa de Camila y Mauricio. Yo estaba ahí porque Camila me pidió que no la dejara sola.

—¡Siempre metiéndose en lo que no le importa! —gritó Mauricio cuando le sugerí que pensaran en poner la casa a nombre de ambos.

—¡Es mi hija! ¡Y tengo derecho a preocuparme! —le respondí, sintiendo cómo me ardían los ojos de rabia y tristeza.

La mamá de Mauricio llegó poco después, con su aire altivo y su perfume fuerte.

—Aquí nadie le va a quitar nada a nadie —dijo—. Pero las cosas se hacen como dice mi hijo.

Vi cómo Camila se encogía en el sofá, derrotada. Sentí ganas de gritarle que luchara por sí misma, pero solo pude tomarle la mano.

Pasaron los días y el ambiente se volvió irrespirable. Camila apenas comía y Mauricio llegaba cada vez más tarde. Una tarde, mientras le preparaba una sopa, me confesó:

—Mamá… tengo miedo de perderlo todo. Pero también tengo miedo de quedarme sola con dos niños…

La abracé y le prometí que nunca la dejaría sola. Esa noche tomé una decisión: buscaría ayuda legal.

Fui al consultorio jurídico de la universidad local y expliqué el caso. La abogada joven me escuchó con atención y me explicó los riesgos: “Si la casa queda solo a nombre de la suegra, tu hija no tiene ningún derecho legal sobre ella”.

Volví a casa con los papeles y hablé con Camila y Mauricio juntos.

—Miren —dije mostrando los documentos—, aquí está claro: si algún día hay problemas o si la mamá de Mauricio decide vender o hipotecar la casa, Camila no puede hacer nada.

Mauricio se puso rojo.—¿Ahora vas a meter abogados?

—No es por desconfianza —dije—. Es por seguridad para todos. Si realmente quieres a Camila y a tus hijos, pon la casa a nombre de ambos o hagan un acuerdo legal.

Hubo silencio. Por primera vez vi duda en los ojos de Mauricio.

Esa noche discutieron hasta tarde. Al día siguiente, Camila me llamó llorando pero aliviada:

—Mamá… aceptó ponerla a nombre de los dos. Dijo que no quería perderme ni hacerme daño…

Sentí un peso menos en el pecho. Pero también supe que esta batalla era solo una más en la larga guerra por proteger a quienes amamos.

Ahora, cada vez que paso frente a esa casa nueva donde mis nietos juegan en el jardín, me pregunto: ¿Hasta dónde debe llegar una madre para cuidar a sus hijos? ¿Cuántas veces tenemos que ser “la mala del cuento” para asegurarles un futuro digno?