El nombre que nunca fue mío: la historia de Mariana

—¿Por qué me llamaste así, mamá? —grité, con la voz quebrada, mientras sostenía el acta de nacimiento entre mis manos temblorosas. Mi madre, sentada en la mesa de la cocina, apenas levantó la mirada de su taza de café. Afuera, el bullicio del barrio de San Cristóbal seguía su curso, ajeno a la tormenta que se desataba en nuestro pequeño departamento de la Ciudad de México.

Desde que tengo memoria, odié mi nombre: Mariana. Me parecía insípido, antiguo, como si no me perteneciera. En la primaria, las otras niñas se burlaban: “¡Mariana banana!”, gritaban, y yo apretaba los puños hasta que las uñas se me clavaban en la palma. Pero lo que más dolía era la sensación de que ese nombre era una especie de disfraz incómodo, una piel ajena.

No fue hasta los diecisiete años, en medio de una discusión absurda sobre la universidad, que mi madre soltó la verdad como quien deja caer un vaso al suelo: —Tu papá te puso Mariana por una mujer que amó antes que a mí. Una Mariana que lo rechazó y se casó con otro. —Su voz era dura, pero sus ojos estaban llenos de tristeza.

Sentí que el mundo se partía en dos. ¿Toda mi vida había sido una sombra? ¿Un recuerdo de un amor imposible? Corrí a mi cuarto y lloré hasta quedarme dormida. Mi padre llegó tarde esa noche. Lo escuché discutir con mi madre en voz baja:

—No tenías por qué decírselo…
—Ya era hora de que lo supiera.

Desde ese día, algo cambió entre nosotros. Mi padre me miraba con una mezcla de culpa y ternura. Yo lo evitaba. No podía soportar la idea de ser el eco de otra mujer, alguien a quien nunca conocería pero que había marcado mi destino desde antes de nacer.

En la escuela, mis notas empezaron a bajar. Mis amigas notaron mi distancia. “¿Qué te pasa, Mariana?”, preguntaba Lucía, mi mejor amiga, mientras compartíamos un elote en la plaza. No podía decirle la verdad; me daba vergüenza admitir que mi mayor conflicto era un nombre.

En casa, el ambiente se volvió tenso. Mi madre se encerraba en su cuarto a llorar. Mi padre llegaba cada vez más tarde del trabajo en la panadería. Una noche, después de escuchar a mis padres discutir por enésima vez, exploté:

—¡¿Por qué no me pusieron otro nombre?! ¡¿Por qué tengo que cargar con esto?!

Mi madre me abrazó fuerte. —No eres ella, Mariana. Eres mi hija. Eres tú.

Pero yo no podía creerle. Sentía que mi vida era una mentira.

Pasaron los meses y terminé la prepa casi por inercia. Mis padres seguían juntos, pero algo se había roto entre ellos. Yo empecé a salir con un chico del barrio, Diego, para distraerme. Era dulce y atento, pero yo no podía entregarme del todo. Siempre sentía que no era suficiente.

Una tarde, mientras caminábamos por el parque, Diego me preguntó:

—¿Por qué siempre tienes esa tristeza en los ojos?

No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que sentía que ni siquiera mi nombre era mío?

Un día, decidí buscar a la otra Mariana. No sabía por qué; tal vez necesitaba cerrar ese capítulo. Pregunté a mi tía Rosa y ella me dio una dirección en Coyoacán.

Fui sola, temblando de nervios. Toqué el timbre y salió una mujer de unos cincuenta años, elegante y sonriente.

—¿Sí?
—¿Usted es Mariana Torres?
—Sí…
—Soy Mariana… Mariana Ramírez. Hija de Ernesto Ramírez.

La mujer me miró sorprendida y luego sonrió con tristeza.

—Así que Ernesto le puso mi nombre a su hija…

Nos sentamos en su sala llena de plantas y fotos antiguas. Me contó cómo conoció a mi padre en la universidad, cómo él se enamoró perdidamente y cómo ella eligió a otro hombre porque “Ernesto era demasiado bueno para mí”.

—Nunca imaginé que tuvieras que cargar con esto —me dijo—. No es justo.

Salí de ahí sintiéndome más ligera y más rota al mismo tiempo. Al menos ahora sabía la verdad completa.

Esa noche enfrenté a mi padre:

—¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué me diste su nombre?

Él lloró por primera vez frente a mí.

—Porque pensé que así tendría una parte de ella… pero ahora sé que fue un error. Tú eres mucho más que un nombre, hija.

Nos abrazamos y lloramos juntos. Por primera vez sentí que podía perdonarlo… y perdonarme a mí misma por odiar algo tan simple como un nombre.

Con el tiempo, aprendí a reconciliarme con Mariana. Empecé a firmar mis textos en la universidad como “Mariana R.” y sentí orgullo por primera vez. Mi madre y yo reconstruimos nuestra relación poco a poco; ella también tuvo que sanar sus propias heridas.

Hoy tengo veinticinco años y trabajo como psicóloga en una escuela pública del Estado de México. Ayudo a niñas y niños a entenderse mejor, a no cargar culpas ajenas ni historias que no les pertenecen.

A veces me pregunto: ¿Cuántos de nosotros vivimos bajo el peso de decisiones ajenas? ¿Cuántos nombres cargan historias ocultas? ¿Y si algún día tengo una hija… le pondré mi propio nombre o dejaré que ella elija quién quiere ser?