El número perdido
—¡Mamá, ya basta! ¿Cuántas veces te lo tengo que explicar? —grité, dejando caer el celular sobre la mesa de la cocina con tanta fuerza que la pantalla parpadeó y se apagó. El eco de mi voz rebotó en las paredes, mezclándose con el aroma a café recalentado y el ruido lejano de los vendedores ambulantes en la calle.
Mi madre, doña Carmen, apretó su viejo teléfono de teclas, ese Nokia que parecía sobrevivir a todo menos al paso del tiempo. Las cifras ya estaban borradas y el plástico amarillento parecía a punto de desintegrarse. Me miró con esos ojos cansados, llenos de paciencia y resignación, como si yo fuera la niña que se negaba a comer sopa y no la mujer de veintisiete años que soy ahora.
—Hija, no es mi culpa… El teléfono se me perdió entre las sábanas otra vez —dijo en voz baja, casi como si le hablara a sí misma.
Sentí una punzada de culpa, pero la rabia era más fuerte. No era solo el teléfono. Era todo: las llamadas perdidas, los mensajes sin responder, las citas médicas olvidadas, los recuerdos que se le escapaban entre los dedos como agua. Desde que papá murió hace tres años, mi madre se había ido apagando poco a poco, refugiándose en rutinas y en ese aparato obsoleto que era su único vínculo con el mundo.
—¿Y ahora cómo vas a llamar a la tía Lucía? ¿O al doctor Ramírez? ¿O a mí cuando te pase algo? —le reclamé, sintiendo que la voz me temblaba.
Ella bajó la mirada y jugueteó con el borde del mantel de hule floreado. —No sé… Tal vez es mejor así. A veces siento que nadie quiere hablar conmigo.
Me quedé callada. Afuera, el sol del mediodía caía implacable sobre las láminas del techo. El calor hacía vibrar el aire y las voces de los niños jugando en la calle llegaban distorsionadas. Recordé cuando era niña y mamá me llamaba a gritos para que entrara a comer, cuando su voz era fuerte y segura, cuando no había silencios incómodos entre nosotras.
—No digas eso, mamá… —intenté suavizar mi tono—. Solo quiero ayudarte.
Ella suspiró y se levantó con dificultad para buscar su bolso. Lo volcó sobre la mesa: pañuelos arrugados, monedas sueltas, una estampita de la Virgen de Guadalupe y un papel doblado muchas veces. Lo desdobló con manos temblorosas y me lo mostró.
—Aquí tenía todos los números… pero mira —me dijo—. Se borraron con el sudor de las manos.
El papel era casi ilegible. Los nombres apenas se distinguían: Lucía, Ramírez, Rosa… Mi propio número estaba ahí, pero solo quedaba un trazo azul desvaído.
—¿Por qué no los guardas en el celular? —pregunté, sabiendo que era inútil.
—No sé cómo —admitió—. Y me da miedo borrar algo sin querer.
Me senté frente a ella y tomé su mano. Era pequeña y huesuda, tan distinta a la mano firme que me sostenía cuando cruzábamos la avenida Insurgentes entre el tráfico caótico de Ciudad de México. Ahora era yo quien debía guiarla.
—Mamá… ¿te acuerdas cuando papá me enseñó a andar en bici? —le pregunté, buscando un puente entre nosotras.
Ella sonrió apenas. —Claro… Te caíste tantas veces… Pero nunca dejaste de intentarlo.
—¿Y tú? ¿Por qué te rindes tan fácil con esto? —le dije en voz baja.
Se quedó callada un momento. Luego me miró con una tristeza infinita. —Porque siento que todo lo nuevo me supera. Porque cada vez que intento aprender algo, termino perdiendo otra cosa: un número, una cita… o tu paciencia.
Sentí un nudo en la garganta. No era solo el teléfono; era el miedo al olvido, a quedarse atrás en un mundo que avanza demasiado rápido para quienes ya vivieron demasiado lento.
En ese momento sonó el timbre. Era don Ernesto, el vecino de al lado. Venía a avisar que su esposa estaba enferma y necesitaba ayuda para llevarla al centro de salud. Mamá se levantó enseguida, como si la tristeza se hubiera disipado por un instante.
—Voy contigo —le dije—. Pero antes déjame anotar mi número otra vez en tu papel.
Ella asintió y me abrazó torpemente. Sentí su fragilidad y su amor en ese gesto torpe pero sincero.
Caminamos juntas por la calle polvorienta hasta la casa de don Ernesto. Mientras ayudábamos a subir a doña Marta al taxi colectivo, mamá me susurró:
—A veces pienso que si pierdo tu número, te pierdo a ti también.
No supe qué decirle. Solo apreté su mano más fuerte.
Esa noche, mientras ella dormía en su cuarto y yo revisaba mi celular por enésima vez, pensé en todas las veces que había perdido algo importante: una amistad, una oportunidad, una parte de mí misma. Pensé en cómo la tecnología nos acerca pero también nos separa; en cómo los números pueden ser puentes o muros según quién los sostenga.
Al día siguiente fui al mercado y le compré un teléfono sencillo pero moderno. Pasé horas enseñándole cómo guardar contactos, cómo marcar rápido mi número, cómo usar el altavoz para escuchar mejor. Se frustró varias veces; yo también. Pero al final lo logró: marcó mi número sin mirar el papel.
—¿Ves? No es tan difícil —le dije sonriendo.
Ella me miró con orgullo y un poco de vergüenza. —Gracias por no rendirte conmigo.
Nos abrazamos largo rato. Afuera seguía el bullicio del barrio: vendedores de tamales, niños jugando fútbol con una pelota desinflada, perros ladrando al camión de la basura. Todo seguía igual y todo era distinto.
Esa noche escribí en mi diario:
«Hoy mamá aprendió a guardar mi número en su nuevo teléfono. Pero yo aprendí algo más difícil: a tener paciencia, a escuchar sus miedos y a no dejarme llevar por la prisa del mundo moderno. Quizás algún día también yo olvide cosas importantes… Ojalá alguien tenga paciencia conmigo entonces».
Ahora les pregunto: ¿cuántas veces hemos perdido algo valioso por no saber escuchar o tener paciencia? ¿Cuántos números —y personas— dejamos ir por no tender un puente a tiempo?