El otro lado de la luna: la doble vida de Julián

—¿Por qué llegas tan tarde otra vez, Julián? —le pregunté, tratando de mantener la voz firme, aunque sentía que el corazón se me salía del pecho.

Él evitó mi mirada, dejó las llaves sobre la mesa y murmuró algo sobre una junta en el trabajo. Pero yo ya no le creía. Desde hace meses, Julián no era el mismo hombre con el que me casé hace veinte años en una iglesia de barrio en Medellín. Antes, su rutina era tan predecible como el café de las mañanas o el saludo de los vecinos. Ahora, cada día traía un nuevo pretexto: una reunión, un amigo enfermo, un tráfico imposible. Y yo, Lucía, me sentía cada vez más sola en nuestra casa llena de fotos antiguas y promesas rotas.

No era solo su ausencia física. Era ese olor extraño en su ropa —no a su colonia habitual ni al tabaco barato que solía fumar— sino algo dulce, ajeno, como un perfume importado. A veces, incluso llegaba con manchas de maquillaje en el cuello de la camisa. Mi mente se llenaba de imágenes dolorosas: otra mujer, risas compartidas, secretos susurrados en la oscuridad.

Una noche, mientras Julián se duchaba, revisé su celular. No encontré mensajes comprometedores, solo llamadas perdidas de un número desconocido. Decidí seguirlo. Me sentí ridícula, como una detective de telenovela barata, pero necesitaba respuestas.

El viernes siguiente, fingí que iba a visitar a mi hermana en Envigado. Esperé a que Julián saliera de casa y lo seguí en un taxi. Lo vi tomar el metro hasta el centro y luego caminar por calles que nunca habíamos recorrido juntos. Finalmente, entró a una vieja casona con ventanas cubiertas por cortinas pesadas.

Esperé afuera casi una hora. Mi mente volaba: ¿sería un motel? ¿La casa de su amante? Cuando por fin salió, iba acompañado… pero no era una mujer. Era un muchacho joven, moreno, con tatuajes en los brazos y una gorra azul. Los vi abrazarse rápido, como si compartieran un secreto.

Mi corazón latía tan fuerte que sentí que me iba a desmayar. Seguí a Julián hasta un parque cercano donde se sentó en una banca con el joven. No podía escuchar lo que decían, pero vi cómo Julián le entregaba un sobre y luego ambos se reían nerviosos. El muchacho se fue y Julián se quedó solo, mirando al suelo.

Esa noche no pude dormir. ¿Quién era ese joven? ¿Qué relación tenía con mi esposo? ¿Por qué me lo ocultaba?

Al día siguiente, enfrenté a Julián.

—Te vi ayer —le dije sin rodeos—. Vi cómo te encontraste con ese muchacho. ¿Quién es? ¿Qué está pasando?

Julián palideció. Por un momento pensé que iba a negarlo todo, pero luego se derrumbó en lágrimas.

—Lucía… no sé cómo decirte esto —balbuceó—. Ese joven es mi hijo.

Sentí que el mundo se detenía.

—¿Tu hijo? ¿De quién? ¿Desde cuándo?

Me contó entonces una historia que nunca imaginé escuchar: años antes de casarse conmigo, Julián había tenido una relación fugaz con una mujer llamada Mariela en un pueblo cerca de Montería. Nunca supo que ella quedó embarazada hasta hace unos meses, cuando Mariela murió y el muchacho —Andrés— lo buscó desesperado porque no tenía a nadie más.

—No quería decírtelo porque tenía miedo de perderte —me confesó—. Pero tampoco podía darle la espalda a mi propio hijo.

Lloré toda la noche. No solo por la traición de Julián al ocultarme algo tan grande, sino por todo lo que eso significaba para nuestra familia: para nuestros hijos Camila y Esteban, para mi suegra Doña Rosa que siempre presumía de tener una familia ejemplar.

Durante semanas vivimos en silencio. Julián iba a ver a Andrés cada viernes y yo me sentía cada vez más desplazada. Camila empezó a notar la tensión y Esteban dejó de hablar en la mesa. La casa se llenó de susurros y miradas esquivas.

Un domingo, Julián trajo a Andrés a casa sin avisarme. El muchacho entró tímido, con los ojos bajos. Camila lo miró como si fuera un fantasma; Esteban salió corriendo al patio.

—Sé que esto es difícil —dijo Julián— pero Andrés es parte de nuestra familia ahora.

Me sentí traicionada y humillada, pero también vi el miedo y la soledad en los ojos de ese joven. Recordé mis propios miedos cuando llegué a Medellín desde el campo sin conocer a nadie.

Poco a poco, Andrés empezó a formar parte de nuestras vidas. Al principio fue incómodo: Doña Rosa se negó a conocerlo y mis amigas del barrio murmuraban a mis espaldas. Pero con el tiempo, Camila le enseñó a bailar salsa y Esteban le prestó su bicicleta vieja.

Un día encontré a Andrés llorando en el patio trasero.

—¿Por qué lloras? —le pregunté suavemente.

—No sé si algún día voy a encajar aquí —me respondió—. Siento que siempre seré el hijo bastardo.

Lo abracé fuerte. En ese momento entendí que todos cargamos secretos y heridas; algunos más visibles que otros.

Hoy nuestra familia es diferente. No perfecta ni ejemplar como antes creíamos, pero sí más honesta y humana. Aprendí que el amor no siempre es sencillo ni justo; a veces duele, pero también puede sanar.

A veces me pregunto: ¿cuántas familias viven ocultando verdades por miedo al qué dirán? ¿Vale la pena sacrificar la paz por mantener las apariencias? ¿Y tú qué harías si descubrieras que tu pareja tiene otra vida?