El padre que comía arroz para que su hijo pudiera comer carne: Historia de orgullo, amor y desencanto en México

—¿Por qué siempre comes arroz, papá? —me preguntó Emiliano una noche, mientras yo le servía su plato de carne asada y yo me conformaba con el arroz blanco y unos frijoles.

Me quedé callado. No era la primera vez que me lo preguntaba, pero esa noche, con la luz amarilla de la cocina y el eco de la televisión del vecino colándose por la ventana, sentí el peso de todos los años sobre mis hombros. ¿Cómo explicarle a mi hijo que el arroz era mi manera de asegurarme de que él tuviera lo que yo nunca tuve?

Nací en un pueblo polvoriento de Oaxaca, donde el lujo era tener zapatos sin agujeros y el desayuno era una tortilla con sal. Mi padre, Don Aurelio, era campesino y mi madre, Doña Lupita, vendía tamales en la plaza. Desde niño aprendí a no pedir más de lo que había. Cuando cumplí quince años, me fui a la Ciudad de México con una maleta vieja y el corazón lleno de promesas. Trabajé de albañil, cargador en la Merced y hasta vendí dulces en los camiones. Todo para ahorrar y mandar dinero a mis padres.

Cuando nació Emiliano, juré que él no pasaría las mismas carencias. Me casé con Mariana, una mujer fuerte y alegre que siempre supo estirar el dinero como si fuera chicle. Pero la vida en la ciudad es dura. Los recibos nunca dejan de llegar y los sueldos apenas alcanzan para sobrevivir. Así que empecé a recortar gastos: dejé de comprarme ropa nueva, cambié el café por agua de jamaica y la carne por arroz. Todo para que Emiliano pudiera ir a una buena escuela y comer bien.

—Papá, ¿por qué no te compras unos zapatos nuevos? —me preguntó una vez Mariana, mientras remendaba mis viejos tenis.

—No hace falta —le respondí—. Mejor que Emiliano tenga lo que necesita.

Los años pasaron rápido. Emiliano creció sano y fuerte, sacaba buenas calificaciones y soñaba con ser ingeniero. Yo trabajaba jornadas dobles en la construcción y Mariana limpiaba casas en Polanco. Cada peso que ahorrábamos era para él: sus libros, sus uniformes, sus antojos de hamburguesas los viernes por la tarde.

Pero el sacrificio tiene un precio. A veces sentía un nudo en el pecho cuando veía a mis compañeros comprarse celulares nuevos o salir a cenar con sus familias. Yo me quedaba en casa, viendo partidos de fútbol por televisión abierta y comiendo arroz con frijoles.

Cuando Emiliano entró a la universidad, sentí un orgullo inmenso. Era el primero de la familia en llegar tan lejos. Pero también empecé a notar una distancia entre nosotros. Ya no me contaba sus cosas como antes. Se avergonzaba cuando iba a dejarlo en mi vieja camioneta frente a sus amigos.

—Papá, ¿no podrías cambiar de coche? —me dijo una tarde, sin mirarme a los ojos.

—No alcanza, hijo. Pero funciona bien —le respondí, sintiendo cómo se me apretaba el corazón.

Emiliano empezó a salir con gente diferente: hijos de doctores, empresarios, muchachos que viajaban cada verano a Cancún o Nueva York. Yo veía cómo se le iluminaban los ojos cuando hablaba de ellos. Un día llegó a casa con una camisa cara y un perfume importado.

—¿De dónde sacaste eso? —le pregunté.

—Me lo regaló un amigo —respondió evasivo.

Mariana y yo nos miramos preocupados, pero no dijimos nada. No queríamos que sintiera vergüenza de nosotros ni de su origen humilde.

El día que se graduó fue uno de los más felices de mi vida. Lloré como niño cuando lo vi recibir su diploma. Pensé que todo había valido la pena: las noches sin cenar carne, los zapatos rotos, las horas extras bajo el sol.

Pero después todo cambió. Emiliano consiguió trabajo en una empresa grande y empezó a ganar bien. Se mudó solo a un departamento en la Roma y poco a poco dejó de visitarnos. Al principio venía cada domingo; luego, una vez al mes; después, solo en Navidad.

Una noche, Mariana se enfermó gravemente del corazón. Le llamé a Emiliano varias veces pero no contestó. Cuando por fin llegó al hospital, Mariana ya había partido.

—Lo siento, papá… estaba ocupado —me dijo sin mirarme.

Sentí una rabia sorda mezclada con tristeza. ¿Para esto había sacrificado todo? ¿Para criar a un hijo que ya no tenía tiempo para su familia?

Los días se volvieron largos y silenciosos. Yo seguía comiendo arroz solo en la cocina vacía. A veces miraba las fotos viejas: Emiliano con su uniforme escolar, Mariana sonriendo mientras preparaba mole los domingos…

Un día Emiliano vino a verme después de meses sin aparecerse.

—Papá… quiero hablar contigo —dijo nervioso.

—Dime —le respondí seco.

—Me ofrecieron un trabajo en Monterrey… Me voy la próxima semana.

Asentí sin decir nada. Él bajó la mirada y jugueteó con las llaves del coche nuevo.

—¿Necesitas algo? —preguntó incómodo.

—No —le respondí—. Solo cuídate mucho.

Se fue rápido, como si le pesara estar ahí. Cerré la puerta despacio y me senté otra vez frente al plato de arroz frío.

Ahora, en esta soledad llena de recuerdos, me pregunto si hice bien en sacrificarme tanto por él. ¿De qué sirve darlo todo si al final te quedas solo? ¿Vale la pena renunciar a tus propios sueños por los sueños de tus hijos?

¿Ustedes qué piensan? ¿Hasta dónde debe llegar el sacrificio de un padre? ¿Es justo esperar gratitud o compañía después de haberlo dado todo?