El padre que comía arroz para que su hijo pudiera comer carne: una historia de amor, orgullo y desencanto

—¿Otra vez arroz, papá? —me preguntó Emiliano, con ese tono entre fastidiado y resignado que sólo los adolescentes pueden tener.

Yo bajé la mirada y removí el arroz blanco en mi plato, intentando disimular la tristeza. No era la primera vez que escuchaba esa pregunta. Ni sería la última. Pero ese día, el cansancio me pesaba más que nunca. El calor de la Ciudad de México se colaba por las rendijas de la ventana, y el bullicio de los vendedores ambulantes afuera contrastaba con el silencio incómodo en nuestra mesa.

—Sí, hijo. Hoy no alcanzó para más —le respondí, forzando una sonrisa.

Emiliano bufó y apartó el plato. Yo lo entendía. A su edad, uno quiere comerse el mundo, no sólo arroz y frijoles. Pero yo… yo ya había aprendido a tragarme mis sueños junto con cada cucharada insípida.

Desde que murió tu mamá, Emiliano, todo cambió. Tenías apenas seis años y yo, un empleo de medio tiempo en una ferretería del centro. Recuerdo cómo te prometí que nunca te faltaría nada. Que aunque tuviera que trabajar el doble, tú ibas a tener lo que yo nunca tuve: oportunidades, estudios, una vida mejor.

Por eso, durante años, caminé bajo el sol vendiendo herramientas en los mercados de Iztapalapa. Por eso aprendí a decirle que no a los antojos, a las camisas nuevas, a los partidos de fútbol con los amigos. Todo lo guardaba para ti. Cuando llegabas de la escuela y me pedías bistec para cenar, yo me inventaba cualquier excusa para no sentarme contigo a la mesa. Decía que ya había comido en el trabajo. Pero la verdad era otra: prefería llenar mi estómago con arroz barato y dejarte la carne a ti.

—¿Por qué siempre tengo que ser yo el que se conforme? —me gritaste una noche, cuando te negué dinero para salir con tus amigos.

—Porque no hay más, Emiliano. No entiendes lo difícil que es —te respondí, sintiendo cómo se me quebraba la voz.

—¡No quiero tus sacrificios! ¡Quiero vivir como los demás!

Esa noche lloré en silencio. Me pregunté si estaba haciendo lo correcto. Si acaso te estaba enseñando a ser agradecido o sólo te estaba llenando de resentimiento.

Los años pasaron y logré inscribirte en una preparatoria privada con una beca parcial. Trabajé turnos dobles, vendí mi bicicleta vieja y hasta empeñé el reloj de mi padre para pagar las cuotas restantes. Cuando te graduaste, lloré de orgullo. Pensé que todo había valido la pena.

Pero después vino la universidad. Querías estudiar ingeniería en Monterrey. Yo sabía que no podía costearlo, pero aún así moví cielo y tierra para conseguirte un préstamo. Me endeudé hasta el cuello y acepté un trabajo nocturno limpiando oficinas.

—Papá, ¿por qué haces todo esto? —me preguntaste una madrugada, cuando me encontraste dormido sobre la mesa de la cocina.

—Porque eres mi hijo —te respondí—. Porque quiero verte llegar lejos.

Durante tus años universitarios apenas nos veíamos. Yo trabajaba todo el día y tú sólo venías en vacaciones. Cada vez que regresabas, te notaba más distante, más ajeno a nuestra vida sencilla. Hablabas de tus nuevos amigos, de los restaurantes caros donde comían, de los viajes a Cancún que planeaban.

Un día llegaste con una novia, Valeria. Era bonita y educada, pero apenas cruzó el umbral de nuestra casa puso cara de asco al ver el barrio.

—¿Aquí creciste? —le preguntó a Emiliano en voz baja, creyendo que yo no escuchaba.

Me dolió más de lo que debería. Sentí vergüenza por no poder ofrecerte algo mejor.

Cuando terminaste la carrera conseguiste trabajo en una empresa grande en Polanco. Te mudaste a un departamento moderno y apenas llamabas para saber cómo estaba. Yo seguía pagando las últimas cuotas del préstamo universitario y comiendo arroz solo casi todas las noches.

Un domingo viniste a visitarme después de meses sin vernos. Trajiste una bolsa con pan dulce y me saludaste con prisa.

—Papá, necesito pedirte un favor —me dijiste sin rodeos—. ¿Podrías prestarme dinero? Es para un enganche del coche.

Sentí cómo se me apretaba el pecho. ¿Dinero? ¿Después de todo lo que di por ti?

—No tengo, Emiliano —te respondí con voz temblorosa—. Apenas me alcanza para vivir.

Me miraste con decepción y recogiste tus cosas sin decir adiós.

Esa noche no pude dormir. Me pregunté si te fallé como padre o si simplemente te di demasiado sin enseñarte a valorar lo que cuesta ganarse la vida.

Pasaron semanas sin noticias tuyas. Un día recibí una llamada del hospital: habías tenido un accidente automovilístico saliendo de una fiesta. Corrí a verte y cuando llegué estabas inconsciente, rodeado de máquinas y tubos.

Me senté junto a tu cama y te tomé la mano.

—Hijo… ¿valió la pena todo esto? ¿Valió la pena sacrificar tanto por un futuro que ahora parece tan frágil?

Cuando despertaste, lloraste como cuando eras niño y me pediste perdón por todo el dolor causado. Nos abrazamos largo rato y sentí que por fin entendías mi amor y mis sacrificios.

Hoy, mientras preparo mi arroz diario, pienso en todo lo vivido. En los sueños rotos y en las pequeñas victorias cotidianas. Me pregunto si algún día dejarás de sentir vergüenza por tus orígenes o si aprenderás a valorar lo poco pero digno que tuvimos juntos.

¿Vale la pena sacrificarlo todo por nuestros hijos? ¿O deberíamos enseñarles también a soñar por sí mismos sin olvidar quiénes somos?