El pecado imperdonable de Mariana
—¡Mariana, ¿qué te pasa?!— La voz de Lucía me sacudió como un trueno en medio de la tormenta. Sentí que el celular se me resbalaba de las manos, pero lo apreté con fuerza, como si pudiera evitar que la noticia se escapara y se hiciera real.
—Lucía…— susurré, con la garganta hecha un nudo—. Mi hermana… Valeria… murió.
Lucía abrió los ojos como platos. —¿Tenías una hermana? Nunca me hablaste de ella. ¿Era tu prima?—
Negué con la cabeza, incapaz de sostenerle la mirada. —No… era mi hermana de sangre. Pero no la veía desde hace casi veinte años. No podía…
El silencio cayó entre nosotras, pesado y denso como el calor húmedo de Barranquilla en diciembre. Afuera, los vendedores ambulantes gritaban sus ofertas, ajenos al terremoto que sacudía mi mundo interior.
Me senté en la cama, temblando. El ventilador giraba lento, como si también estuviera cansado de tanto girar en círculos sin llegar a ningún lado. Lucía se sentó a mi lado y me abrazó. Sentí su perfume a coco y sudor, tan real, tan presente, mientras mi mente viajaba veinte años atrás.
Yo tenía trece años cuando todo cambió. Valeria era dos años mayor, mi ejemplo y mi sombra. Compartíamos el cuarto, los secretos y hasta los sueños: ella quería ser doctora; yo, escritora. Pero en casa las cosas nunca fueron fáciles. Papá llegaba tarde y olía a ron barato; mamá lloraba en silencio mientras lavaba la ropa ajena para sobrevivir.
Una tarde, después de una pelea feroz entre mis padres, Valeria me llevó al parque y me dijo:
—Mariana, si algún día te pasa algo malo, prométeme que me lo vas a contar primero a mí.
Yo asentí, sin entender el peso de esa promesa.
Pero el pecado imperdonable llegó una noche de tormenta. Papá entró borracho al cuarto. Yo fingí dormir. Valeria no pudo. Escuché su llanto ahogado y el rechinar del colchón. No hice nada. No dije nada. Al día siguiente, Valeria tenía los ojos hinchados y no me habló en todo el día.
Pasaron semanas. Un día, Valeria desapareció. Mamá dijo que se había ido con una tía a Medellín. Papá no volvió a mencionarla. Yo sabía la verdad: Valeria se había ido porque yo no la defendí. Porque fui cobarde.
La vida siguió como una herida mal cerrada. Terminé el colegio, conseguí trabajo en una papelería y me mudé con Lucía cuando cumplí veinticinco. Nunca hablé de Valeria. Ni siquiera cuando mamá murió de cáncer y papá se fue con otra mujer a Venezuela.
Pero hoy, veinte años después, el pasado volvió a buscarme con una llamada de un número desconocido:
—¿Mariana Torres?—
—Sí…
—Lamento informarle que su hermana Valeria falleció anoche en un accidente de tránsito en Medellín.
Sentí que el mundo se partía en dos.
Lucía me apretó la mano.
—¿Por qué nunca me contaste?—
Las palabras salieron como un torrente:
—Porque fui una cobarde, Lucía. Porque esa noche escuché todo y no hice nada. Porque después no tuve el valor de buscarla ni de pedirle perdón. ¿Cómo iba a mirarla a los ojos después de eso?
Lucía me abrazó más fuerte.
—No eras más que una niña…
—¡Pero era su hermana!— grité, sintiendo cómo la culpa me ahogaba—. Ella confió en mí y yo la traicioné.
El funeral fue sencillo. Solo unos pocos amigos y una tía lejana. Nadie mencionó a papá ni a mamá. Nadie preguntó por mí.
Me acerqué al ataúd y vi su rostro pálido, sereno, como si por fin hubiera encontrado paz. Lloré como nunca antes había llorado.
Una mujer se acercó y me tocó el hombro.
—¿Eres Mariana? Soy Teresa, amiga de Valeria en Medellín. Ella hablaba mucho de ti…
Me quedé helada.
—¿De mí?—
Teresa asintió.—Siempre decía que te extrañaba, que ojalá algún día pudieran hablar y sanar todo lo que pasó.
Sentí que el corazón se me rompía en mil pedazos.
Esa noche no pude dormir. Me senté frente al espejo y vi a una extraña: ojeras profundas, labios resecos, ojos llenos de miedo y arrepentimiento.
Pensé en mamá, en cómo nunca pudo protegernos; en papá, en cómo destruyó todo; en Valeria, en cómo yo la abandoné cuando más me necesitaba.
Me pregunté si alguna vez podré perdonarme por ese pecado imperdonable: callar cuando debía gritar; huir cuando debía quedarme; olvidar cuando debía recordar.
Hoy escribo esta historia porque sé que no soy la única que carga con culpas del pasado, con secretos familiares que nos persiguen aunque crucemos fronteras o cambiemos de nombre.
¿Hasta cuándo vamos a callar lo que nos duele? ¿Cuántas familias más van a romperse por miedo o vergüenza?
A veces pienso que si hubiera hablado aquella noche, todo sería distinto… Pero ya es tarde para cambiar el pasado.
Solo puedo preguntarles: ¿alguna vez han sentido que un error los separó para siempre de alguien que amaban? ¿Creen que merecemos perdón aunque hayamos fallado en el peor momento?