El perfume de la traición: Cuando el adiós se convierte en libertad

—¿Por qué huele así? —me pregunté mientras cerraba la puerta de mi casa, esa misma puerta que, una semana antes, mi esposo había cruzado por última vez. El eco de sus pasos aún retumbaba en los azulejos, pero lo que más me perseguía era ese aroma extraño, dulce y ajeno, que flotaba en el aire como una advertencia.

No era el perfume de Carolina, mi hija adolescente, ni el de mi suegra, que venía a veces a criticarme la sopa. Era un olor nuevo, invasivo, que se mezclaba con el sudor frío de la traición. Me llamo Mariana Torres y vivo en Guadalajara. Hasta hace poco, creía que la rutina era sinónimo de seguridad. Ahora sé que puede ser el preludio del abismo.

—No es lo que piensas —me dijo Andrés esa noche, con la voz temblorosa y los ojos clavados en el suelo.

—¿Entonces qué es? —le respondí, sintiendo cómo se me rompía algo adentro.

No hubo respuesta. Solo silencio y ese perfume barato que no era mío. Al día siguiente hizo las maletas y se fue. «Es solo una colega del trabajo», murmuró antes de cerrar la puerta. Pero yo ya sabía la verdad: la traición tiene su propio olor.

Los primeros días fueron un torbellino de emociones. Lloré en la regadera para que Carolina no me escuchara. Me pregunté mil veces qué había hecho mal. ¿Era mi culpa? ¿Había dejado de ser suficiente? Mi madre me llamaba cada noche desde Puebla para decirme que todo pasa por algo, pero yo solo sentía un hueco en el pecho.

Una semana después, cuando apenas empezaba a acostumbrarme al silencio de la casa, sonó el teléfono. Era Julián, un viejo amigo de la universidad. Su voz me trajo recuerdos de risas en los pasillos y noches de desvelo estudiando para exámenes imposibles.

—Mariana, ¿cómo estás? —preguntó con esa calidez que siempre lo caracterizó.

—Sobreviviendo —le respondí, sin ganas de fingir.

Me invitó a tomar un café. Dudé. No quería que nadie viera mis ojos hinchados ni mis manos temblorosas. Pero algo en su tono me hizo aceptar. Tal vez necesitaba recordar quién era antes de ser «la esposa de Andrés».

Nos encontramos en una cafetería del centro. Julián seguía igual: sonrisa amplia, mirada sincera. Hablamos de todo y de nada. Por primera vez en semanas, reí sin culpa. Sentí que podía respirar otra vez.

Pero la vida tiene un sentido del humor cruel. Al salir del café, lo vi: Andrés, sentado en una mesa al fondo del restaurante de enfrente, riendo con una mujer joven y bonita. El mismo perfume invadió el aire cuando ella se inclinó para abrazarlo.

Sentí que todo se me venía abajo otra vez. No porque aún lo amara o tuviera esperanzas. Sino porque la mentira era tan evidente como el aroma que dejaba tras de sí.

—¿Estás bien? —preguntó Julián al notar mi palidez.

—Sí… solo necesito aire —mentí.

Esa noche no dormí. Recordé cada momento en que Andrés llegaba tarde «por trabajo», cada vez que evitaba mirarme a los ojos. Recordé cómo Carolina me preguntó si papá ya no nos quería. Y recordé también las veces que yo misma me abandoné para sostener una familia que ya estaba rota.

Los días siguientes fueron una mezcla de rabia y tristeza. Mi suegra vino a buscar ropa para Andrés y no perdió oportunidad para culparme:

—Si hubieras sido más cariñosa…

—Si él hubiera sido más hombre —le respondí por primera vez sin miedo.

Carolina lloraba en silencio por las noches. Yo trataba de ser fuerte por ella, pero a veces me derrumbaba en el baño, abrazando una toalla como si fuera un salvavidas.

Julián empezó a llamarme más seguido. Me invitó a caminar por el parque, a ver películas viejas en su casa, a comer tacos al pastor en la esquina donde solíamos ir de jóvenes. Poco a poco, empecé a recordar quién era yo antes del matrimonio: una mujer con sueños propios, con ganas de reír y vivir.

Un día, mientras caminábamos por Chapultepec, Julián me tomó la mano.

—No tienes que ser fuerte todo el tiempo —me dijo suavemente.

Me permití llorar frente a él. Lloré por lo perdido, por lo traicionado, pero también por lo que estaba renaciendo dentro de mí: una libertad nueva, inesperada.

La noticia del divorcio corrió rápido entre familiares y vecinos. Las miradas curiosas no tardaron en llegar: «¿Ya viste? Mariana está saliendo con otro»; «Pobre Andrés, seguro ella lo descuidó»; «Las mujeres solas siempre terminan mal».

Pero esta vez no me importó. Empecé a salir más con Carolina, a reír juntas en el cine, a cocinar recetas nuevas los domingos. Empecé a escribir otra vez, algo que había dejado años atrás por falta de tiempo y ganas.

Una tarde cualquiera, mientras ponía orden en el clóset y tiraba camisas viejas de Andrés, encontré una carta sin abrir dirigida a mí. Era de mi padre, fallecido hacía años:

«Hija: Nunca permitas que nadie te haga sentir menos. Eres fuerte como tu madre y valiente como tu abuela. La vida te pondrá pruebas difíciles, pero recuerda siempre quién eres».

Lloré como nunca antes. Sentí que mi padre me abrazaba desde lejos y me daba permiso para dejar atrás el dolor.

Andrés intentó volver meses después. Llegó con flores baratas y promesas vacías:

—Fue un error… No supe lo que hacía…

Lo miré a los ojos y supe que ya no le debía nada. Que la libertad tenía un precio alto pero justo.

—No soy la misma mujer que dejaste —le dije con voz firme—. Ahora sé lo que valgo.

Cerré la puerta detrás de él sin mirar atrás.

Hoy sigo reconstruyendo mi vida junto a Carolina y rodeada de amigos verdaderos como Julián. A veces el olor del pasado regresa con fuerza, pero ya no me asusta. Aprendí que la traición puede doler mucho, pero también puede ser el inicio de algo mejor.

Me pregunto: ¿Cuántas mujeres han sentido ese mismo perfume amargo? ¿Cuántas han tenido miedo de empezar de nuevo? Si tú también has pasado por esto… ¿qué te ayudó a salir adelante?