El peso de los recuerdos: una visita al pasado

—¿Vas a ir sola, mamá? —La voz de Verónica temblaba, como si temiera la respuesta.

Me detuve en medio del pasillo, la maleta a medio hacer sobre la cama. Afuera, el viento helado de La Paz golpeaba las ventanas, trayendo consigo un frío inusual para mayo. El clima parecía burlarse de mis intenciones: abril nos había regalado días tibios, pero ahora la ciudad se cubría de una escarcha inesperada.

—Sí, hija. Necesito hacerlo sola esta vez —le respondí, evitando su mirada. Sabía que no le gustaba la idea, pero había cosas que una debe enfrentar sin compañía.

Verónica se quedó en silencio, apretando los labios. Desde que murió mi madre, algo se rompió entre nosotras. No era solo el duelo; era la forma en que cada una lo vivía. Ella, con rabia y distancia; yo, con nostalgia y culpa.

—¿Vas a quedarte con la tía Lucía? —preguntó finalmente.

Sentí un nudo en la garganta. Lucía y yo no hablábamos desde el velorio de mamá. Aquella noche, entre rezos y lágrimas, discutimos por cosas viejas: herencias, promesas incumplidas, palabras que nunca debieron decirse.

—No lo sé —dije al fin—. Tal vez pase a verla. Pero primero quiero ir al cementerio.

Verónica asintió, pero sus ojos decían otra cosa. Quería pedirme que no fuera, o tal vez que la llevara conmigo. Pero yo necesitaba ese viaje. Necesitaba enfrentarme a los fantasmas de mi pasado.

La mañana siguiente partí temprano. El camino hacia Achocalla estaba cubierto de neblina y el chofer del minibús puso una radio antigua que solo transmitía huayños tristes. Miré por la ventana y recordé los años en que mamá me llevaba de la mano por esos mismos caminos polvorientos, contándome historias de su infancia: cómo había sobrevivido a la pobreza, cómo luchó para darnos una vida mejor.

Al llegar al cementerio, el frío era aún más intenso. Caminé entre las lápidas cubiertas de flores marchitas hasta encontrar la de mamá. Me arrodillé y sentí cómo el dolor me atravesaba el pecho.

—Perdóname, mamita —susurré—. No he sabido cuidar de la familia como tú lo hacías.

Las lágrimas caían sin control. Recordé el último día que la vi con vida: estaba sentada junto a la ventana, tejiendo una manta para Verónica. Me pidió que cuidara de mi hermana y de mi hija, que no dejara que el rencor nos separara. Pero no pude cumplir su deseo.

De pronto, escuché pasos detrás de mí. Me giré y vi a Lucía, envuelta en un chal negro.

—Sabía que vendrías —dijo sin mirarme directamente.

No supe qué decirle. El silencio entre nosotras era más frío que el viento andino.

—¿Por qué viniste sola? —preguntó finalmente.

—Necesitaba hablar con ella —respondí señalando la tumba—. Siento que todo se desmoronó desde que se fue.

Lucía suspiró y se sentó a mi lado. Por un momento, ninguna habló. Solo escuchábamos el murmullo del viento y el lejano canto de un gallo.

—¿Recuerdas cuando peleamos por la casa? —dijo de pronto—. Mamá odiaba vernos así.

Asentí en silencio. Aquella discusión había sido brutal: gritos, reproches por el dinero, acusaciones sobre quién cuidó más a mamá en sus últimos días.

—No quiero seguir así —dije al fin—. Pero no sé cómo arreglarlo.

Lucía me miró con los ojos llenos de lágrimas.

—Yo tampoco —susurró—. Pero tal vez podamos intentarlo… por ella.

Nos abrazamos torpemente, como si fuéramos niñas otra vez. Sentí que algo dentro de mí se aflojaba, como si una cuerda invisible finalmente cediera.

Al regresar a casa esa noche, Verónica me esperaba sentada en la cocina, con una taza de mate caliente entre las manos.

—¿Cómo te fue? —preguntó sin levantar la vista.

Me senté frente a ella y le tomé las manos.

—Difícil… pero necesario —le respondí—. Hablé con tu tía Lucía. Creo que vamos a intentar arreglar las cosas.

Verónica soltó un suspiro largo y me miró por fin a los ojos.

—¿Y nosotras? —preguntó en voz baja—. ¿Vamos a estar bien?

Sentí un escalofrío recorrerme el cuerpo. No tenía todas las respuestas, pero sabía que debía intentarlo.

—Eso depende de las dos —le dije—. Yo también he cometido errores… pero quiero que estemos bien.

Verónica asintió y por primera vez en mucho tiempo me sonrió con ternura.

Esa noche no pude dormir. Me quedé mirando el techo, pensando en mamá y en todo lo que dejó sin decirnos. Pensé en las veces que preferí callar antes que enfrentar los problemas; en las palabras hirientes lanzadas en medio del dolor; en las oportunidades perdidas para abrazar a mi hija o pedir perdón a mi hermana.

Afuera seguía nevando suavemente, como si el invierno quisiera limpiar nuestras heridas con su manto blanco.

Me pregunté si algún día podríamos dejar atrás el peso de los recuerdos y construir algo nuevo sobre las ruinas del pasado. ¿Será posible sanar realmente cuando el dolor parece tan profundo? ¿O estamos condenadas a repetir los mismos errores generación tras generación?

¿Ustedes qué piensan? ¿Es posible perdonar y reconstruir una familia rota por los recuerdos?