El peso de los secretos: Diario de una promesa rota

—¿Por qué no contestas, Lucía? —preguntó mi mamá, su voz cargada de esa mezcla de preocupación y reproche tan típica de ella.

No respondí. Solo miré el teléfono donde parpadeaba el nombre de Julián, mi prometido desde hace seis meses. Sentí un nudo en la garganta. No era miedo, era algo peor: culpa. Tomé el celular con manos temblorosas y esperé a que mamá saliera del cuarto antes de contestar.

—Hola, Julián —dije, intentando sonar normal.

—¿Estás bien? Te he llamado tres veces —su voz sonaba inquieta.

—Sí, solo estaba escribiendo en mi diario —mentí.

Él guardó silencio unos segundos. Podía imaginarlo sentado en su cuarto, en esa casa grande de la colonia Roma, rodeado de fotos familiares y trofeos de fútbol. Julián era el hijo perfecto, el yerno soñado. Yo… yo solo era Lucía, la hija mayor de una familia que apenas lograba llegar a fin de mes en un barrio popular de Guadalajara.

—¿Vas a venir mañana a cenar con mis papás? Mi mamá quiere hablar contigo sobre la boda —insistió.

Sentí un escalofrío. La boda. Esa palabra que antes me llenaba de ilusión ahora me pesaba como una losa. Desde que Julián me propuso matrimonio frente a toda su familia, sentí que algo dentro de mí se rompía. No era él, era todo lo que esperaba su familia de mí: que fuera perfecta, sumisa, agradecida. Pero yo tenía sueños propios, sueños que no cabían en esa casa ni en ese apellido.

—Claro, ahí estaré —respondí, aunque por dentro gritaba que no.

Colgué y me dejé caer sobre el sofá. Mamá entró de nuevo, esta vez más suave.

—¿Todo bien con Julián? —preguntó, sentándose a mi lado.

—Sí, mamá —mentí otra vez.

Ella me miró con esos ojos cansados pero llenos de amor. Sabía que esperaba tanto de mí: que me casara bien, que sacara adelante a mis hermanos menores, que fuera el orgullo de la familia. Pero nadie preguntaba qué quería yo.

Esa noche no pude dormir. Escuchaba a mis hermanos pelear por el control remoto en la sala y a papá discutir con mamá sobre las cuentas del mes. Me levanté y fui a la cocina por un vaso de agua. Allí estaba mi hermana menor, Valeria, llorando en silencio.

—¿Qué te pasa? —le pregunté, sentándome a su lado.

—Nada… es que no quiero que te vayas —susurró.

La abracé fuerte. Yo tampoco quería irme. No quería dejarla sola con los problemas de la casa, con las peleas y las carencias. Pero tampoco podía quedarme atrapada en una vida que no era mía.

Al día siguiente fui a casa de Julián. Su mamá me recibió con un abrazo frío y una sonrisa forzada.

—Lucía, querida, ¿ya pensaste en el vestido? Mi hermana conoce a una diseñadora en Polanco…

Asentí sin escuchar realmente. Durante la cena, todos hablaban de la boda como si fuera un negocio más. Nadie preguntó cómo me sentía yo. Julián me tomó la mano bajo la mesa y me sonrió, pero sus ojos estaban llenos de expectativas ajenas.

Esa noche escribí en mi diario:

«Siento que estoy viviendo la vida de otra persona. ¿Cuándo fue la última vez que tomé una decisión solo por mí? ¿Por qué nadie me pregunta qué quiero?»

Los días pasaron entre pruebas de vestido, visitas al salón y discusiones familiares sobre la lista de invitados. Mamá estaba feliz pero agotada; papá solo pensaba en cómo pagarían los regalos para la familia de Julián.

Una tarde, mientras ayudaba a Valeria con su tarea, escuché a mis padres discutir en voz baja:

—No podemos seguir pidiéndole dinero a Lucía —decía papá—. No es justo para ella.

—Pero si se casa con Julián todo será más fácil —respondió mamá—. No podemos dejar pasar esta oportunidad.

Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo. ¿Era yo solo una moneda de cambio?

Esa noche salí a caminar por el barrio. Vi a Doña Rosa vendiendo tamales en la esquina y a Don Ernesto cerrando su taller mecánico. La vida seguía igual para todos menos para mí. Me senté en el parque y lloré como no lo hacía desde niña.

Al volver a casa encontré a Julián esperándome afuera.

—¿Podemos hablar? —me dijo serio.

Fuimos al parque y nos sentamos en una banca bajo la luz amarilla del farol.

—Lucía… últimamente te siento distante. ¿Estás segura de esto? —preguntó mirándome a los ojos.

Quise decirle la verdad, pero no pude. Solo asentí y le sonreí débilmente.

—Te amo —susurró él.

Yo también lo amaba, pero no podía seguir fingiendo. Esa noche decidí escribirle una carta. Le conté todo: mis miedos, mis dudas, mis sueños postergados. Le pedí perdón por no ser la mujer perfecta que todos esperaban.

A la mañana siguiente dejé la carta en su buzón y salí temprano rumbo a la universidad. No contesté llamadas ni mensajes ese día. Me refugié en la biblioteca y lloré en silencio entre los libros viejos.

Por la tarde Julián fue a buscarme. Me encontró sentada sola bajo un árbol.

—Leí tu carta —dijo sin rodeos—. ¿De verdad no quieres casarte conmigo?

No supe qué responderle. Solo bajé la mirada y dejé que las lágrimas hablaran por mí.

Él se quedó callado un rato y luego me abrazó fuerte.

—Te amo demasiado para obligarte a algo que no quieres —susurró—. Si algún día decides volver… aquí estaré.

Regresé a casa sintiéndome libre pero rota por dentro. Mamá lloró cuando le conté; papá solo suspiró resignado. Valeria me abrazó y me dijo al oído:

—Gracias por enseñarme que también puedo elegir mi propio camino.

Hoy escribo esto en mi diario mientras escucho el bullicio del barrio desde mi ventana. No sé qué pasará mañana ni si algún día podré sanar del todo este dolor. Pero al menos ahora sé que mi vida es mía y solo yo puedo decidir cómo vivirla.

¿Vale la pena sacrificar nuestros sueños por cumplir las expectativas de los demás? ¿Cuántas mujeres más tendrán que romper promesas para poder ser libres?