El peso de los silencios: una noche en San Miguel
—¿Por qué no contestas, Irena? —gritó mi madre desde la cocina, mientras el teléfono vibraba por tercera vez sobre la mesa de madera vieja.
El sudor me corría por la espalda, pegando la blusa a mi piel. El calor del hierro era insoportable, pero más insoportable era ese timbre insistente, como si presintiera que traía malas noticias. Dejé el planchado a medias y caminé descalza por las baldosas frías hasta el teléfono. Miré la pantalla: era mi hermana Lucía. Dudé un segundo. Desde que se fue a Buenos Aires, nuestras llamadas eran cada vez más cortas y llenas de silencios incómodos.
—¿Hola? —dije, intentando que mi voz no temblara.
—Irena… —La voz de Lucía era apenas un susurro—. Mamá no te ha contado nada, ¿verdad?
Sentí un nudo en el estómago. Miré hacia la cocina, donde mamá seguía removiendo el guiso, como si nada pasara. —¿Contarme qué?
—Papá… —Lucía se quedó callada unos segundos—. Papá está enfermo. Muy enfermo. Y no quiere que nadie lo sepa.
El hierro seguía encendido en la mesa, amenazando con quemar la camisa de la escuela de mi hijo. Pero en ese momento, todo lo demás se volvió borroso. Papá… ¿Enfermo? Hacía años que no hablaba con él desde que se fue con otra mujer a Santa Cruz. Aquí en San Miguel, su nombre era un tabú.
—¿Por qué me llamas ahora? —le pregunté, con rabia contenida—. ¿Por qué no le dices a mamá?
—Porque mamá nunca lo perdonó —dijo Lucía—. Pero yo… yo creo que deberíamos verlo antes de que sea tarde.
Colgué sin responderle. Me quedé mirando el teléfono, sintiendo cómo el sudor se mezclaba con lágrimas que no sabía que tenía guardadas. Mamá apareció en la puerta, secándose las manos en el delantal.
—¿Qué quería Lucía?
—Nada importante —mentí, pero ella me miró con esos ojos oscuros que siempre parecían leerme el alma.
Esa noche no pude dormir. El ventilador apenas movía el aire caliente y los recuerdos me asfixiaban más que el calor. Recordé las peleas de mis padres, los gritos, los portazos. Recordé cómo papá se fue una tarde de lluvia y nunca volvió. Mamá se volvió dura como piedra desde entonces, y yo aprendí a callar para no romperme.
A la mañana siguiente, mientras preparaba café para mi hijo Mateo antes de irse al colegio, mamá me miró fijamente.
—Soñé con tu padre anoche —dijo de pronto—. Lo vi solo, sentado en una plaza.
No supe qué decirle. El silencio se instaló entre nosotras como un muro invisible.
Esa tarde, después de dejar a Mateo en la escuela, caminé por las calles polvorientas del barrio hasta la iglesia. Me senté en una banca y recé sin palabras, solo dejando que el dolor saliera como pudiera. Sentí una mano en mi hombro: era doña Rosa, la vecina chismosa.
—Dicen que tu papá está muy mal —susurró, como si fuera un secreto prohibido—. ¿Vas a ir a verlo?
No respondí. ¿Cómo se enfrenta una hija a un padre que la abandonó? ¿Cómo se perdona lo imperdonable?
Esa noche, Lucía volvió a llamar. Esta vez contesté al primer timbrazo.
—Irena, por favor… —su voz temblaba—. No quiero ir sola a Santa Cruz. Ven conmigo.
Me quedé callada mucho tiempo. Escuché su respiración al otro lado del teléfono y sentí que éramos dos niñas otra vez, asustadas y solas.
—Está bien —susurré al fin—. Pero mamá no puede saberlo todavía.
Esa madrugada empaqué una pequeña mochila y le dejé una nota a mamá: “Voy a Buenos Aires con Lucía unos días”. No tuve valor para decirle la verdad.
El viaje en bus fue eterno. Lucía y yo apenas hablamos; cada una perdida en sus pensamientos. Al llegar a Santa Cruz, el aire era más fresco pero mi pecho pesaba como plomo.
Encontramos a papá en una pequeña casa al final de un callejón polvoriento. Estaba demacrado, con la piel pegada a los huesos y los ojos hundidos. Cuando nos vio, intentó sonreír pero solo logró toser con fuerza.
—Irena… Lucía… —susurró—. No pensé que vendrían.
No supe si abrazarlo o gritarle todo lo que me había guardado durante años. Lucía se arrodilló junto a su cama y le tomó la mano.
—Papá… ¿por qué nunca volviste?
Él cerró los ojos y lloró en silencio. Yo me quedé de pie, sintiendo cómo todo el rencor se mezclaba con lástima y tristeza.
Pasamos tres días con él. Hablamos poco; los silencios decían más que las palabras. Antes de irnos, papá me miró fijamente.
—Irena… perdóname —dijo apenas audible—. No supe ser buen padre… ni buen hombre.
No respondí. Solo le apreté la mano y salí de la habitación antes de romperme por completo.
De regreso en San Miguel, mamá me esperaba sentada en la mesa de la cocina. No dijo nada cuando entré; solo me sirvió un plato de sopa caliente.
—¿Lo viste? —preguntó sin mirarme.
Asentí en silencio.
—¿Y?
—Está muriendo —dije finalmente—. Y pidió perdón.
Mamá apretó los labios y sus ojos se llenaron de lágrimas contenidas durante años.
Esa noche cenamos juntas sin hablar mucho más. Pero sentí que algo había cambiado entre nosotras; como si al enfrentar el pasado hubiéramos abierto una puerta hacia algo nuevo.
Ahora, mientras plancho otra vez bajo el mismo calor sofocante, me pregunto: ¿Es posible perdonar realmente? ¿O solo aprendemos a vivir con las heridas abiertas? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?