El peso del amor: Cuando ayudar se convierte en daño
—Mamá, ¿me puedes prestar doscientos mil pesos?— La voz de Santiago retumba en la sala, mezclándose con el golpeteo de la lluvia contra los ventanales de nuestro apartamento en el barrio Laureles. Mi corazón se encoge, como cada vez que lo escucho pedir, y mi mente se llena de dudas. ¿Estoy ayudando a mi hijo o lo estoy hundiendo más?
No puedo evitar recordar cuando era pequeño y corría por el parque con una sonrisa limpia, sin preocupaciones. Ahora, a sus veintisiete años, Santiago apenas sale de su cuarto, vive de trabajos esporádicos y cada mes vuelve a mí con la misma súplica. Mi esposo, Julián, ya no me habla con ternura; nuestras discusiones sobre Santiago han erosionado hasta el último rincón de nuestra intimidad.
—Santiago, ya hablamos de esto. No puedo seguir prestándote dinero— le digo, intentando que mi voz no tiemble.
Él baja la mirada, pero no se rinde. —Es solo por esta vez, te lo juro. Ya tengo una entrevista la próxima semana. Si no pago el arriendo hoy, me echan del apartaestudio.
Siento la presión en el pecho. ¿Y si lo dejo solo? ¿Y si esta vez sí es cierto que va a cambiar? Pero también recuerdo las veces anteriores: las promesas rotas, las mentiras piadosas, las lágrimas de impotencia cuando descubro que el dinero se fue en fiestas o apuestas.
Julián entra a la sala y nos mira con esa mezcla de rabia y resignación que se ha vuelto habitual.
—¿Otra vez lo mismo?— dice sin saludar siquiera.—María Elena, ¿no ves que lo estás malcriando? Ya está grande, que se haga responsable.
Santiago se pone de pie de golpe. —¡No necesito que me humilles!— grita, y sale dando un portazo.
Me quedo sola con Julián. El silencio es tan denso que casi puedo tocarlo. Él me mira como si yo fuera la culpable de todo.
—¿Por qué siempre lo defiendes?— pregunta al fin.—¿No ves que así nunca va a aprender?
No sé qué responderle. ¿Acaso no es mi deber como madre protegerlo? Pero también sé que algo está mal. Siento la culpa clavándose en mi pecho como un puñal. Recuerdo a mi propia madre, doña Teresa, repitiéndome desde niña: «El amor también sabe decir no».
Esa noche no duermo. Escucho la lluvia y pienso en Santiago, solo en su cuarto alquilado, tal vez odiándome. Pienso en Julián, durmiendo de espaldas a mí, cansado de luchar por un hijo que parece no querer salvarse. Pienso en mí misma y en todas las veces que he cedido por miedo a perderlo.
Al día siguiente, Santiago no contesta mis mensajes. Paso el día inquieta, sin poder concentrarme en nada. En la tarde recibo una llamada de su mejor amigo, Camilo.
—Señora María Elena, Santiago está mal. Lo encontré tomando en un bar del centro. Dice que usted lo abandonó.
La culpa me ahoga. Salgo corriendo bajo la lluvia hasta el bar donde Camilo me espera. Santiago está allí, con los ojos rojos y la voz quebrada.
—¿Por qué me haces esto?— me dice apenas me ve.—¿No eras tú la que decía que siempre ibas a estar para mí?
Me siento a su lado y le tomo la mano. —Santi, te amo más que a nada en este mundo. Pero no puedo seguir ayudándote así. Esto no es amor, es miedo.
Él llora como cuando era niño y se caía jugando fútbol en la calle. Yo también lloro, porque siento que estoy perdiendo a mi hijo.
Esa noche lo llevo a casa. Julián nos espera en la puerta; por primera vez en meses veo compasión en sus ojos.
—Vamos a buscar ayuda— dice Julián.—Pero tienes que poner de tu parte.
Santiago asiente entre sollozos. Esa noche dormimos los tres bajo el mismo techo, como hace años no pasaba.
Los días siguientes son difíciles. Santiago acepta ir a terapia; yo también busco ayuda psicológica para aprender a poner límites sin sentirme una mala madre. Julián y yo vamos recuperando poco a poco la confianza; hablamos más, discutimos menos.
Pero nada es fácil ni rápido. Hay recaídas: días en que Santiago vuelve a pedir dinero o desaparece por horas. Días en que Julián pierde la paciencia o yo siento ganas de rendirme. Pero también hay pequeños triunfos: una entrevista de trabajo que sí cumple, una tarde en familia sin gritos ni reproches.
Un domingo cualquiera, mientras tomamos café en el balcón viendo llover sobre Medellín, Santiago me mira y dice:
—Gracias por no soltarme del todo, mamá. Pero también gracias por aprender a decirme no.
Lo abrazo fuerte y siento que algo ha cambiado dentro de mí. Entiendo al fin que amar no siempre es dar; a veces es dejar caer para que el otro aprenda a levantarse solo.
Ahora me pregunto: ¿Cuántas madres y padres estarán viviendo lo mismo? ¿Cuándo ayudar deja de ser amor y se convierte en daño? ¿Cómo aprendemos a soltar sin dejar de amar?