El plan de mamá: Entre el amor y la traición
—¡No puede ser! ¡No puede ser, mamá! —grité, sintiendo cómo la rabia me subía desde el estómago hasta la garganta, haciéndome temblar las manos. Mi madre, Lucía, me miraba con esos ojos oscuros llenos de preocupación, pero yo no podía ver más allá de la traición.
—Mariana, por favor, hija, escúchame… —intentó acercarse, pero di un paso atrás, chocando con la mesa de la cocina. El aroma a café recién hecho se mezclaba con el sudor frío que me recorría la espalda.
—¿Escucharte? ¿Después de lo que hiciste? ¿Después de decidir mi vida sin siquiera preguntarme? —mi voz se quebró, y sentí las lágrimas ardiendo en mis mejillas. Afuera, el bullicio del barrio de San Miguel seguía su curso: los niños jugando en la calle, los vendedores ambulantes gritando sus ofertas, ajenos al drama que se desataba en nuestra casa.
Mi madre bajó la mirada y suspiró. —Mariana, yo solo quiero lo mejor para ti. No entiendes ahora, pero algún día me lo vas a agradecer.
—¿Agradecer qué? ¿Que hayas arreglado mi compromiso con el hijo del señor Ramírez sin decirme nada? ¿Que hayas vendido mi libertad como si fuera una vaca en la feria? —escupí las palabras con un odio que me sorprendió.
Lucía se sentó pesadamente en una silla. —No digas eso. No es así…
—¡Claro que es así! —interrumpí—. ¿Tú sabes lo que significa para mí? ¿Sabes lo que siento cada vez que pienso en casarme con alguien que apenas conozco solo porque tú crees que es lo mejor?
El silencio se hizo pesado entre nosotras. Mi hermano menor, Diego, asomó la cabeza por la puerta y al vernos así, se escabulló sin decir palabra. Mi padre había muerto hacía años, y desde entonces mi madre había llevado sola el peso de la casa. Pero nunca imaginé que ese peso la llevaría a decidir mi destino sin consultarme.
—Mariana… —dijo al fin—. El señor Ramírez nos ha ayudado mucho desde que tu papá se fue. Su hijo es un buen muchacho, trabajador, responsable. No quiero que termines como yo: sola, luchando todos los días para sacar adelante a tu familia.
Me senté frente a ella, sintiendo cómo el enojo daba paso a una tristeza profunda. —Mamá, yo no soy tú. Yo quiero estudiar, quiero trabajar, quiero decidir por mí misma. No quiero casarme solo para asegurar un futuro.
Ella apretó los labios y sus ojos se llenaron de lágrimas. —¿Y si te equivocas? ¿Y si terminas sufriendo más?
—Prefiero equivocarme por mi cuenta que vivir una vida que no elegí —susurré.
La noticia del compromiso corrió como pólvora por el barrio. Las vecinas venían a felicitarme mientras yo apenas podía sostenerles la mirada. Mi mejor amiga, Camila, fue la única que entendió mi dolor.
—¿Y qué vas a hacer? —me preguntó una tarde mientras caminábamos por el parque.
—No lo sé —respondí—. Siento que si me niego, voy a decepcionar a mi mamá… pero si acepto, me voy a traicionar a mí misma.
Camila me abrazó fuerte. —Tienes derecho a elegir tu vida, Mariana. Nadie puede hacerlo por ti.
Las semanas pasaron y el día del compromiso llegó. La casa estaba llena de gente: primos, tíos, vecinos curiosos. El hijo del señor Ramírez, Andrés, era amable pero distante; parecía tan incómodo como yo.
Durante la cena, mi madre no dejaba de mirarme con una mezcla de orgullo y miedo. Cuando llegó el momento de los brindis, sentí que no podía más. Me levanté temblando y todos se quedaron en silencio.
—Perdón —dije con voz firme—. Pero no puedo seguir con esto.
El murmullo fue inmediato. Mi madre palideció y Andrés bajó la cabeza avergonzado.
—¿Qué estás haciendo? —susurró Lucía entre dientes.
—Lo que debí haber hecho desde el principio: decir lo que siento. No quiero casarme por obligación ni por miedo al futuro. Quiero vivir mi vida a mi manera.
El escándalo fue mayúsculo. Las tías me miraban horrorizadas; algunos vecinos cuchicheaban sobre mi falta de respeto y rebeldía. Pero sentí un peso menos sobre los hombros.
Esa noche mi madre no me habló. El silencio entre nosotras era más frío que nunca. Diego intentó animarme con chistes tontos, pero yo solo podía pensar en lo que había perdido… y en lo que tal vez había ganado.
Pasaron días antes de que Lucía rompiera el silencio. Una mañana entró a mi cuarto mientras yo preparaba mis cosas para irme a la universidad.
—¿De verdad quieres esto? —preguntó en voz baja.
—Sí, mamá —respondí sin mirarla—. Quiero intentarlo por mí misma.
Se sentó en mi cama y tomó mi mano. Sus dedos temblaban.
—Tengo miedo por ti… pero también tengo miedo de perderte —susurró.
Me giré hacia ella y la abracé fuerte. —No me vas a perder, mamá. Solo necesito que confíes en mí.
Con el tiempo, las cosas fueron sanando poco a poco. Mi madre aprendió a respetar mis decisiones y yo aprendí a entender sus miedos y sacrificios. No fue fácil: hubo discusiones, lágrimas y silencios incómodos. Pero también hubo momentos de ternura y reconciliación.
Hoy estudio psicología en la universidad pública y trabajo medio tiempo para ayudar en casa. Andrés encontró su propio camino lejos del barrio y Camila sigue siendo mi cómplice en cada paso.
A veces me pregunto si fui demasiado dura con mi madre o si debí ceder un poco más ante sus expectativas. Pero cuando veo todo lo que he logrado por mí misma, sé que valió la pena luchar por mi libertad.
¿Hasta dónde debemos ceder ante los deseos de quienes nos aman? ¿Es posible honrar a nuestra familia sin traicionarnos a nosotros mismos?