El Precio de la Austeridad: La Historia de Vivir con Mariana

—¿Otra vez vas a dejar la luz encendida, Andrés? —La voz de Mariana retumbó en el pasillo oscuro, donde apenas se colaba la luz naranja de los faroles de la calle. Me detuve en seco, con el interruptor aún caliente bajo mi dedo. Era la tercera vez esa semana que me sorprendía intentando iluminar la sala después del atardecer.

—Solo son unos minutos, Mariana. No veo nada —respondí, tratando de sonar tranquilo, aunque por dentro hervía de frustración.

Ella suspiró, ese suspiro largo y resignado que ya conocía bien. —¿Sabes cuánto subió la factura de luz el mes pasado? No podemos darnos esos lujos, Andrés. No en este país, no con lo que ganamos.

Tenía razón, claro. Vivir en Buenos Aires con un sueldo de maestro y ella como empleada administrativa no nos daba para grandes cosas. Pero lo que empezó como una estrategia para sobrevivir a la inflación y los aumentos de tarifas se fue transformando en una obsesión que devoraba cada rincón de nuestra vida.

Al principio, hasta me parecía admirable su disciplina: Mariana llevaba un cuaderno donde anotaba cada gasto, cada centavo que salía del monedero. Los domingos, mientras otros iban al parque o a tomar mate en la plaza, nosotros recorríamos ferias buscando ofertas o productos vencidos que aún se podían consumir. «No es pobreza, es inteligencia financiera», repetía ella con una sonrisa forzada.

Pero pronto las reglas se multiplicaron. Nada de aire acondicionado en verano ni estufa en invierno; duchas rápidas y con agua tibia; solo comprar lo estrictamente necesario y siempre marcas desconocidas. Si quería café, debía ser instantáneo y rendido con agua. El pan era del día anterior porque era más barato. Los cumpleaños se celebraban con una vela y una factura partida en dos.

Mis amigos dejaron de visitarnos. «Tu casa parece un velorio», me dijo una vez Lucas, mi compañero del colegio. Yo reí, pero sentí el golpe. Hasta mi mamá, doña Rosa, empezó a preocuparse:

—¿Están bien, hijo? Te noto flaco y apagado —me decía cuando iba a verla los sábados.

—Estamos ahorrando, má. Mariana dice que es lo mejor —le respondía, aunque cada vez me costaba más creerlo.

La gota que rebalsó el vaso llegó un viernes por la noche. Había cobrado un pequeño bono por horas extras y decidí sorprender a Mariana con una pizza de muzzarella y una botella de vino barato. Cuando llegué a casa, ella estaba sentada en la mesa con su cuaderno y una calculadora.

—¿Gastaste en esto? —preguntó sin mirarme a los ojos.

—Sí, quería que tuviéramos una noche especial. Hace meses que no salimos ni pedimos nada rico.

Mariana cerró el cuaderno de golpe. —¿Sabés cuántas verduras podríamos haber comprado con esa plata? ¿Cuántos días más podríamos haber estirado el presupuesto?

Sentí que algo se rompía adentro mío. —No todo puede ser ahorrar, Mariana. ¡No vivimos, sobrevivimos! —le grité, sorprendiéndome a mí mismo.

Ella se levantó despacio y fue a su cuarto sin decir palabra. Dormimos separados esa noche, y muchas otras después.

Empecé a notar cómo la casa se volvía cada vez más fría y silenciosa. Las paredes parecían encogerse; los muebles viejos crujían como si protestaran por tanta austeridad. Hasta el gato, Pancho, buscaba refugio en la ventana para escapar del ambiente tenso.

En el barrio todos sabían que Mariana era «la ahorradora». Algunos la admiraban; otros murmuraban a sus espaldas. Yo solo sentía vergüenza y tristeza. En las reuniones familiares fingíamos normalidad, pero mis sobrinos preguntaban por qué no teníamos televisor o por qué siempre comíamos arroz con huevo.

Una tarde, mi hermana Laura me invitó a su casa para ver el partido de River contra Boca. Dudé en ir; sabía que Mariana no aprobaría ese «gasto innecesario» en colectivo ni mucho menos que comiera pizza ajena. Pero fui igual.

—Andrés, vos antes eras distinto —me dijo Laura mientras servía gaseosa.— ¿Qué te está pasando?

No supe qué responderle. Me di cuenta de que ya no recordaba cuándo había sido la última vez que reí sin culpa o que disfruté algo sin pensar en el precio.

Esa noche volví caminando bajo la lluvia fina de otoño. Al entrar, encontré a Mariana sentada en la oscuridad, mirando por la ventana empañada.

—¿Dónde estabas? —preguntó sin girarse.

—Con Laura… viendo el partido —dije bajito.

Silencio. Solo se escuchaba el tic tac del reloj heredado de mi abuelo.

—¿Te divertiste? —preguntó finalmente.

—Sí… mucho —respondí, sintiendo una mezcla de culpa y alivio.

Mariana se secó una lágrima con el dorso de la mano. —Yo solo quiero que estemos seguros… No quiero volver a pasar hambre como cuando era chica —confesó por primera vez.

Me acerqué despacio y le tomé la mano. —Lo entiendo, Mari… pero esto ya no es vida. Nos estamos perdiendo el presente por miedo al pasado.

Esa noche hablamos hasta tarde. Por primera vez en años, Mariana me contó historias de su infancia en Tucumán: los días sin luz ni comida suficiente, los gritos de su padre cuando faltaba plata para el alquiler. Entendí entonces que su obsesión no era solo por ahorrar; era un escudo contra el miedo y la vergüenza.

Intentamos buscar un equilibrio después de esa charla: permitimos pequeños lujos los fines de semana; invitamos amigos aunque fuera solo para tomar mate; aprendimos a reírnos de nuestras miserias cotidianas. No fue fácil ni perfecto: todavía discutimos por gastos y prioridades, pero al menos ya no vivimos en penumbras ni en silencio.

A veces me pregunto cuántas parejas estarán pasando por lo mismo: ¿cuántos hogares latinoamericanos se convierten en prisiones por miedo a la escasez? ¿Vale la pena sacrificar la alegría diaria por un futuro incierto?

¿Y ustedes? ¿Hasta dónde estarían dispuestos a llegar para sentirse seguros? ¿El ahorro extremo puede salvarnos… o termina por destruir lo más valioso?