El precio de la confianza: la historia de una madre y su yerno
—¿Y entonces, mamá? ¿Vas a ayudar a Julián o no? —La voz de mi hija, Camila, temblaba entre el orgullo y la súplica.
Yo estaba sentada en la mesa de la cocina, con las manos apretadas sobre el mantel de hule floreado. Miré a Julián, que evitaba mi mirada, jugueteando con la taza de café. Sentí el peso de los años en mis hombros: toda una vida ahorrando, contando monedas, renunciando a lujos para que nada faltara en casa. Desde que murió Ernesto, mi esposo, aprendí a sobrevivir sola. Mi pensión apenas alcanzaba para lo básico, pero nunca me faltó dignidad.
—No es que no quiera ayudar —dije al fin—. Pero son mis ahorros de toda la vida. No es fácil para mí…
Julián levantó la cabeza. Sus ojos estaban rojos, como si no hubiera dormido en días.
—Señora Marta, se lo juro por mis hijos: en cuanto salga este negocio, le devuelvo cada peso. Es solo un préstamo. Usted sabe cómo está todo allá afuera…
Sí, lo sabía. En nuestro barrio de Guadalajara, la crisis se sentía en cada esquina: negocios cerrados, vecinos vendiendo lo poco que tenían. Pero también sabía que los negocios de Julián siempre eran promesas y nunca certezas.
Camila me tomó la mano.
—Mamá, por favor. Si no fuera urgente, no te lo pediría. Es para los niños…
Ahí fue cuando cedí. No por Julián, sino por mis nietos. Saqué del ropero la cajita donde guardaba mis ahorros: billetes arrugados, monedas antiguas, hasta un par de dólares que Ernesto había traído de su viaje a Tijuana hace años. Todo sumaba casi 60 mil pesos. Se los entregué a Julián sin pedirle papeles ni fechas.
—Cuando puedas —le dije—. Solo no me falles.
Durante semanas esperé noticias. Al principio Julián venía seguido, me traía pan dulce y hablaba del negocio: una tienda de refacciones para motos en el centro. Pero pronto dejó de venir. Camila empezó a evitarme; cuando llamaba a su casa, siempre estaba ocupada o salía corriendo con cualquier pretexto.
Una tarde fui a buscarla. Toqué la puerta y escuché a mis nietos jugando adentro. Camila abrió apenas una rendija.
—¿Qué pasa, mamá?
—Solo quería saber cómo están… y si Julián tiene alguna novedad.
—Ay, mamá, ya te dije que está complicado. No presiones tanto —me dijo, casi molesta.
Sentí un nudo en el estómago. Me fui caminando despacio bajo el sol ardiente, con la sensación de haber perdido algo más que dinero.
Los meses pasaron y el silencio se volvió costumbre. Empecé a vender tamales los domingos para completar el gasto. Mis amigas del club de costura notaron mi tristeza.
—¿Por qué no le exiges? —me preguntó doña Lupita—. ¡Es tu derecho!
Pero yo no quería problemas en la familia. ¿Cómo iba a demandar al esposo de mi hija? ¿Y si eso rompía todo?
Un día recibí una llamada inesperada.
—Mamá… —era Camila, llorando—. Julián se fue. Dice que necesita tiempo para pensar… No sé si va a volver.
Me quedé muda. Pensé en mis nietos, en Camila sola con dos niños pequeños y sin trabajo fijo. Pensé en mis ahorros desaparecidos y en cómo todo se había desmoronado por confiar demasiado.
Esa noche no pude dormir. Me senté frente al altar donde tengo la foto de Ernesto y le hablé en voz baja:
—¿Hice mal en ayudar? ¿O fue peor quedarme callada después?
Los días siguientes fueron un torbellino: Camila se mudó conmigo por un tiempo; los niños llenaron la casa de risas y gritos, pero yo sentía una herida abierta cada vez que veía la cajita vacía en mi ropero.
Un domingo cualquiera, mientras servía el desayuno, Camila se acercó con los ojos hinchados.
—Perdóname, mamá —me dijo—. Yo sabía que Julián no era confiable… pero tenía miedo de quedarme sola.
La abracé fuerte. Lloramos juntas mucho rato.
Hoy sigo sin recuperar ese dinero. Pero aprendí algo: la familia puede ser nuestro mayor refugio o nuestra mayor prueba. A veces el amor nos hace ciegos; otras veces nos obliga a ser más fuertes de lo que creíamos posible.
Ahora me pregunto: ¿cuántas madres han pasado por lo mismo? ¿Cuántas veces el silencio pesa más que el dinero perdido? ¿Vale la pena sacrificarlo todo por los hijos… incluso la propia tranquilidad?