El precio de la confianza: La verdad detrás de los sacrificios de mi vida

—¿Por qué nunca te alcanza, mamá? —le pregunté una noche, mientras contaba los billetes arrugados que me quedaban después de pagar el alquiler del cuarto que compartía con dos compañeras en la Ciudad de México.

Mi madre, Rosa, suspiró al otro lado del teléfono. Su voz sonaba débil, como si el peso de los años y la enfermedad la aplastaran.

—Ay, hija, tú sabes cómo es esto… los medicamentos están carísimos y el doctor dice que necesito más estudios. No te preocupes por mí, pero si puedes mandarme algo más este mes…

Colgué con el corazón apretado. Desde que papá se fue con otra mujer cuando yo tenía quince años, sentí que era mi deber cuidar de mamá. Dejé la universidad para trabajar como mesera y, a veces, limpiando casas. Todo lo que ganaba, menos lo indispensable para sobrevivir, se lo mandaba a ella en Veracruz. Mis amigas decían que era demasiado, pero yo no podía soportar la idea de que le faltara algo.

Una tarde de lluvia, mientras servía café en el restaurante, recibí una llamada de mi tía Carmen. Su voz era urgente:

—Karla, ¿puedes venir este fin de semana? Tu mamá está rara… y hay cosas que no entiendo.

El miedo me hizo comprar el boleto más barato en un ADO nocturno. Llegué al pueblo al amanecer, con las manos sudorosas y el estómago revuelto. Mi mamá me recibió en bata, con el cabello recogido y una sonrisa cansada.

—¡Mi niña! ¿Por qué no avisaste que venías?

La casa olía a perfume barato y a comida recalentada. Todo estaba igual… o casi. Noté una televisión nueva en la sala y un bolso de marca sobre el sofá. Me sentí incómoda.

—¿Y esos lujos, mamá? —pregunté, tratando de sonar casual.

Ella se encogió de hombros.—Son cosas que me regaló tu primo Toño… ya sabes que él trabaja en Estados Unidos.

No dije nada más, pero la inquietud crecía en mi pecho. Esa noche, mientras ella dormía, revisé los cajones buscando los recibos médicos que siempre me pedía para justificar los envíos. Encontré solo dos facturas viejas y un sobre lleno de boletos de lotería y recibos de tiendas de ropa.

Al día siguiente, fui al consultorio del doctor Ramírez. Me recibió con amabilidad.

—¿Cómo sigue mi mamá? ¿De verdad necesita tantos medicamentos?

El doctor frunció el ceño.—¿Medicamentos? Hace meses que no viene por aquí. Le receté vitaminas y algo para la presión, pero nada grave.

Sentí como si me hubieran vaciado un balde de agua fría. Salí tambaleando del consultorio y caminé sin rumbo hasta la plaza central. Lloré sentada en una banca, sintiendo cómo se desmoronaba todo lo que creía cierto.

Esa noche enfrenté a mi madre. Ella negó todo al principio, pero cuando le mostré los recibos y le conté lo que dijo el doctor, rompió a llorar.

—¡Perdóname, Karla! No quería hacerte daño… Es que me sentía tan sola… Quería tener algo bonito, sentirme viva otra vez…

La rabia me quemaba por dentro.—¿Y yo? ¡Yo también quería vivir! ¡Dejé todo por ti!

No dormí esa noche. Pensé en los años perdidos, en las fiestas a las que no fui, en los libros que no compré, en las veces que dije “no puedo” porque tenía que mandar dinero a casa. Pensé en mi padre ausente y en cómo su abandono nos marcó a las dos.

Al amanecer hice mi maleta. Mi madre me miró desde la puerta, con los ojos hinchados.

—¿Te vas a ir así?

—No sé cuándo vuelva —le respondí—. Necesito pensar en mí por primera vez.

Regresé a la ciudad sintiéndome vacía y traicionada. Mis amigas me abrazaron fuerte cuando les conté la verdad.

—No eres mala hija por poner límites —me dijo Mariana—. Eres humana.

Pasaron semanas antes de poder hablar con mi madre sin llorar o gritar. Poco a poco entendí que su soledad era tan grande como mi sacrificio. Pero también aprendí que el amor no puede ser una cadena ni una deuda eterna.

Ahora trabajo menos horas y volví a estudiar por las noches. Mando dinero solo cuando es necesario y hablo con mamá cada semana, pero ya no cargo con su vida sobre mis hombros.

A veces me pregunto: ¿cuántas hijas como yo hay allá afuera, creyendo que el amor es sacrificio absoluto? ¿Cuándo aprenderemos a cuidarnos sin dejar de ser hijas?