El precio de la confianza: Mi vida, mis ahorros y mi yerno

—¡Pero Julián, ¿cómo que no hay fecha?! —grité, sintiendo cómo la sangre me hervía en las venas. Mi hija, Mariana, me miraba con los ojos llenos de lágrimas, pero no decía nada. El silencio en la sala era tan denso que casi podía cortarse con un cuchillo.

Nunca imaginé que llegaría a este punto. Toda mi vida fui una mujer previsora. Desde que era niña en el barrio San Martín de Medellín, mi mamá me enseñó a guardar cada moneda que sobraba del mercado. «Uno nunca sabe cuándo va a necesitar», decía ella mientras contaba los billetes arrugados en la mesa de la cocina. Así crecí: trabajando duro, primero como secretaria en una pequeña oficina, luego como vendedora ambulante cuando las cosas se pusieron difíciles y, finalmente, como costurera en casa para criar a mis dos hijas sola después de que su papá nos dejara por otra mujer.

Durante años, cada peso que podía ahorrar iba a una cuenta secreta en el Banco Agrario. No era mucho, pero era mío. Era mi colchón para la vejez, mi seguridad cuando ya no pudiera trabajar. Me imaginaba tranquila, tomando café en las tardes con mis amigas del barrio, sin preocuparme por el dinero ni depender de nadie.

Pero hace un año todo cambió. Julián, el esposo de Mariana, llegó una tarde con la cara desencajada y las manos temblorosas. «Suegra, necesito hablar con usted», dijo apenas entró. Mariana lo seguía con el rostro pálido y los labios apretados.

—¿Qué pasó? —pregunté, sintiendo un nudo en el estómago.

—Me despidieron del taller —dijo Julián—. Y además… tengo una deuda grande con unos tipos del barrio. Si no pago esta semana, no sé qué pueda pasar.

Vi el miedo en sus ojos y sentí el peso de la responsabilidad caer sobre mis hombros. Mariana estaba embarazada de su segundo hijo y apenas sobrevivían con lo poco que ella ganaba vendiendo empanadas. No podía quedarme de brazos cruzados.

—¿Cuánto necesitas? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.

La cifra era casi exactamente lo que tenía ahorrado en el banco. Dudé por un momento. Pensé en mi vejez, en los años que me quedaban y en el miedo a quedarme sola y sin dinero. Pero luego miré a Mariana y recordé todas las veces que ella se quedó conmigo cuando estuve enferma o cuando no tenía para comer. ¿Cómo podía negarme?

—Te lo presto —dije finalmente—. Pero prométeme que me lo vas a devolver cuando puedas.

Julián asintió con lágrimas en los ojos. Mariana me abrazó fuerte y me susurró: «Gracias, mamá».

Los meses pasaron y al principio todo parecía mejorar. Julián consiguió un trabajo nuevo como conductor de buseta y Mariana empezó a vender más empanadas. Yo esperaba pacientemente, sin presionar, confiando en su palabra.

Pero pronto noté que algo andaba mal. Cada vez que mencionaba el dinero, Julián cambiaba de tema o se iba de la sala. Mariana empezó a evitarme y las visitas se hicieron menos frecuentes. Un día escuché a mi nieto mayor decirle a su hermano: «La abuela está brava porque papá le debe plata».

La vergüenza me quemó por dentro. ¿Cómo había llegado a esto? ¿En qué momento mi familia se convirtió en extraños?

Finalmente, una tarde decidí enfrentar a Julián. Lo llamé y le pedí que viniera solo.

—Julián, necesito hablar contigo —le dije apenas entró—. Han pasado ocho meses y no he visto ni un peso de lo que te presté. ¿Cuándo piensas devolverme mi dinero?

Él bajó la mirada y murmuró:

—Suegra… yo nunca le prometí una fecha exacta. Usted sabe cómo está la cosa… Apenas pueda, le pago.

Sentí que el mundo se me venía encima. ¿Acaso no entendía lo que ese dinero significaba para mí? ¿No veía el sacrificio detrás de cada billete?

—¡Pero Julián! ¡Ese dinero era todo lo que tenía! ¡Era para mi vejez! —mi voz temblaba entre la rabia y la tristeza—. ¿Cómo puedes ser tan descarado?

Él solo se encogió de hombros y salió sin decir más.

Desde ese día, Mariana dejó de contestar mis llamadas. Mis nietos ya no vienen a visitarme y el silencio en mi casa es más frío que nunca. Las vecinas murmuran cuando paso por la tienda y yo siento la vergüenza pegada a la piel como una sombra.

A veces me siento tonta por haber confiado tanto en mi propia familia. Otras veces me lleno de rabia y quisiera gritarle al mundo entero lo injusto que es todo esto. Pero sobre todo siento miedo: miedo a quedarme sola, miedo a enfermarme y no tener cómo pagar un médico, miedo a depender de la caridad ajena.

Me pregunto si hice mal al elegir a mi familia por encima de mi seguridad. ¿Acaso el amor de madre debe ser siempre incondicional? ¿Hasta dónde llega el sacrificio antes de convertirse en autoengaño?

Hoy miro mi cuenta vacía y pienso en todas las mujeres como yo: madres, abuelas, tías que dan todo por los suyos esperando solo un poco de gratitud o respeto a cambio. ¿Vale la pena sacrificarlo todo por la familia? ¿O es mejor aprender a decir «no» antes de perderlo todo?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Perdonarían o exigirían lo suyo hasta el final?