El precio de la generosidad: Cuando ayudar a la familia te convierte en el villano

—¿Y ahora qué vas a hacer, Michelle? —me preguntó mi madre, con esa voz seca que usaba cuando quería que me sintiera culpable.

Era martes por la noche y la luz del foco parpadeaba sobre la mesa de formica. Mis hermanos, Camila y Rodrigo, apenas levantaron la vista de sus celulares. Yo acababa de perder mi trabajo en la oficina de contabilidad del centro y, por primera vez en quince años, no tenía cómo pagar la renta ni el recibo de la luz.

—No sé, mamá. Estoy buscando, pero no hay nada —respondí, tragando saliva. Sentí la garganta apretada, como si una mano invisible me estrangulara.

Mi madre suspiró fuerte, como si mi desgracia fuera una molestia más en su larga lista de problemas. —Bueno, hija, tú siempre has salido adelante. Seguro encuentras algo. Pero acuérdate que el recibo del agua vence el viernes y tu hermano necesita para su inscripción.

Miré a Rodrigo. Tenía 22 años y nunca había trabajado. Siempre decía que estaba «esperando una buena oportunidad». Camila, con 19, apenas terminó la prepa y se la pasaba en TikTok. Yo tenía 34 y desde los 19 trabajaba para que a ellos no les faltara nada.

Recordé las veces que me quedé sin cenar para que ellos comieran pollo rostizado los domingos. Las veces que pagué las medicinas de mamá cuando estuvo enferma del corazón. Las veces que cubrí los gastos escolares, los útiles, los uniformes, las fiestas de cumpleaños. Todo lo hacía por amor, porque creía que la familia era lo más importante.

Pero esa noche, sentí un frío en el pecho. Nadie preguntó cómo me sentía. Nadie dijo: «No te preocupes, Michelle, nosotros te ayudamos esta vez». Solo esperaban que yo resolviera todo, como siempre.

—¿Y si esta vez ustedes buscan trabajo? —me atreví a decir, con voz temblorosa.

Rodrigo soltó una carcajada amarga. —¿Yo? ¿De qué? Si ni hay chamba ahorita.

Camila ni siquiera contestó. Mi madre me miró como si hubiera dicho una grosería.

—No empieces con tus cosas, Michelle. Tú eres la mayor. Siempre has podido —dijo ella.

Esa noche no dormí. Me revolví en la cama pensando en todo lo que había sacrificado: mis sueños de estudiar psicología, mis ganas de viajar, incluso mi relación con Javier, el único hombre que realmente me amó pero que se cansó de esperar a que «mi familia me soltara».

Pasaron los días y el dinero se acabó. Vendí mi laptop para pagar la luz y empecé a vender gelatinas en la esquina. Nadie en mi casa me ayudó a prepararlas ni a venderlas. Al contrario: Camila se burlaba de mí frente a sus amigas.

—Miren a mi hermana, la licenciada vendiendo gelatinas —decía entre risas.

Un día llegué temprano y escuché a mi madre hablando por teléfono con una tía:

—Michelle siempre ha sido muy mandona. Por eso nadie le ayuda. Se cree mucho porque trabaja y nos mantiene.

Sentí un puñal en el pecho. ¿Eso pensaban de mí? ¿Que era una mandona? ¿Que todo lo hacía por sentirme superior?

Esa noche enfrenté a mi madre:

—¿De verdad piensas eso de mí? ¿Que soy una mandona?

Ella me miró sin pestañear:

—Pues sí, hija. A veces siento que nos echas en cara todo lo que haces por nosotros.

Me quedé muda. Nunca les reclamé nada. Solo quería sentirme querida, apoyada…

Las semanas pasaron y mi situación empeoró. Un día llegué a casa y encontré mis cosas en bolsas negras junto a la puerta.

—¿Qué es esto? —pregunté, temblando.

Rodrigo me miró con desdén:

—Mamá dice que ya no puedes vivir aquí si no aportas para los gastos.

Mi madre salió de la cocina con los brazos cruzados:

—Lo siento, Michelle. Ya no podemos cargar contigo.

Me fui esa noche con el corazón hecho trizas. Dormí en casa de una amiga y lloré hasta quedarme dormida.

Conseguí trabajo limpiando casas y poco a poco me levanté. Aprendí a vivir sola, a cuidarme a mí misma. No volví a ver a mi familia durante meses.

Un día recibí un mensaje de Camila:

—Mamá está enferma y necesita dinero para sus medicinas.

No contesté. Por primera vez pensé en mí primero.

A veces me pregunto: ¿Vale la pena sacrificarlo todo por una familia que solo te quiere cuando eres útil? ¿Cuántos más han vivido lo mismo? ¿Qué harían ustedes si estuvieran en mi lugar?