El precio de la herencia: Confesiones sobre la casa de mi abuela
—¿Por qué siempre eres tú la que está aquí, Lucía? —me preguntó mi tía Rosa, con ese tono entre admiración y reproche, mientras dejaba una bolsa de pan dulce sobre la mesa de la cocina.
Yo no respondí. Solo miré a mi abuela, sentada en su sillón, con la mirada perdida en la ventana. Afuera, el sol del mediodía caía sobre las bugambilias del patio, y adentro el aire olía a sopa de pollo y a medicamentos. Doce años. Doce años desde que me mudé a esta casa en el barrio San Martín para cuidar a la abuela Carmen, después de que el abuelo falleció y ella empezó a olvidar los nombres de las cosas.
Mi mamá se fue a vivir a Mendoza con su nuevo esposo. Mis primos, todos ocupados con sus carreras y sus hijos. Solo yo, Lucía, la nieta soltera y sin hijos, quedé para hacerle compañía a la abuela. Al principio pensé que sería temporal. Pero los días se hicieron meses, los meses años. Y aquí estoy, preparando su desayuno, llevándola al médico, escuchando sus historias repetidas una y otra vez.
—¿Y tú? ¿No tienes vida? —me preguntó una vez mi prima Julieta, cuando vino a dejarle un regalo de cumpleaños a la abuela y se fue antes de que sirviera el café.
A veces me pregunto lo mismo. ¿Tengo vida? ¿O mi vida es esta casa vieja, con sus paredes descascaradas y su jardín lleno de recuerdos?
La abuela Carmen siempre fue el centro de la familia. En Navidad todos venían: tíos, primos, hasta los que vivían en Chile cruzaban la cordillera para comer su famoso pavo relleno. Pero apenas pasaban las fiestas, la casa volvía a quedarse en silencio. Solo yo escuchaba el crujido de las maderas por las noches y el tic-tac del reloj del comedor.
Hace dos años, la abuela empezó a perderse en su propio barrio. Una tarde la encontré sentada en la plaza, llorando porque no recordaba cómo volver. Desde entonces no salgo más de dos horas seguidas. Dejé mi trabajo en la librería y empecé a vender tortas por encargo para poder estar siempre cerca.
Pero ahora la abuela está cada vez peor. Hay días que no me reconoce. Me llama «mamá» o «María», el nombre de una hermana que murió hace cuarenta años. Y yo siento que me estoy desvaneciendo con ella.
Hace una semana, después de bañarla y acostarla, me senté en la cocina con una taza de té frío entre las manos. Escuché a mis tíos discutir en voz baja en el patio:
—¿Y si vendemos la casa cuando mamá ya no esté? —dijo mi tío Ernesto.
—Podríamos repartirnos el dinero —respondió Rosa—. Total, Lucía puede irse a vivir con su mamá.
Sentí un nudo en el estómago. Esta casa es lo único estable que he tenido en mi vida. Aquí crecí, aquí aprendí a leer sentada en las piernas de mi abuelo, aquí lloré mis primeros desamores. ¿No tengo derecho a pedirle a la abuela que me deje la casa? ¿O sería un acto egoísta?
Esa noche no pude dormir. Me levanté y caminé por el pasillo oscuro hasta el cuarto de la abuela. Ella dormía profundamente, con una expresión serena que pocas veces le veía últimamente. Me senté a su lado y le tomé la mano.
—Abuela —susurré—, ¿qué harías tú en mi lugar?
Al día siguiente, mientras le daba su medicina, ella me miró con esos ojos claros que aún brillan cuando está lúcida.
—¿Estás triste, Lucía?
—Un poco, abuela —respondí—. A veces siento que nadie ve lo que hago por ti.
Ella sonrió débilmente y acarició mi mejilla.
—Yo sí lo veo, hija. Y Dios también.
Esa tarde vinieron todos los tíos para «hablar del futuro». Se sentaron alrededor de la mesa como si fuera una junta directiva.
—Lucía —dijo Ernesto—, sabemos que has hecho mucho por mamá, pero cuando ella ya no esté… bueno, hay que ser justos con todos.
Justos. ¿Qué es justo? ¿Repartir una casa entre quienes solo vienen para las fiestas? ¿O reconocer el sacrificio de quien dejó todo por cuidar?
Me armé de valor y hablé:
—Yo no quiero pelearme con nadie —dije—. Pero creo que tengo derecho a pedirle a la abuela que me deje esta casa. No por ambición, sino porque aquí está mi vida. Si ustedes quieren dinero, puedo buscar la manera de compensarles con lo que pueda ahorrar trabajando… pero esta casa es lo único que tengo.
Hubo un silencio incómodo. Mi tía Rosa bajó la mirada; Julieta se encogió de hombros.
—Eso sería injusto para nosotros —dijo Ernesto—. Todos somos sus hijos y nietos.
Sentí rabia e impotencia. ¿Dónde estaban cuando había que limpiar vómito o pasar noches en vela por fiebre? ¿Dónde estaban cuando había que consolarla porque olvidó cómo atarse los zapatos?
Esa noche lloré en silencio mientras escuchaba los ronquidos suaves de la abuela desde el cuarto contiguo. Pensé en irme, dejarlo todo y empezar de cero lejos de aquí. Pero no puedo abandonarla ahora.
Días después, mientras le cortaba las uñas a la abuela en el patio bajo el limonero, ella me miró fijamente y dijo:
—Lucía… cuando yo ya no esté… quiero que te quedes con esta casa. Es tuya.
Sentí un alivio inmenso mezclado con culpa. ¿Debería aceptar? ¿O debería ceder ante la presión familiar?
Hoy escribo esto mientras escucho las risas lejanas de mis primos jugando con sus hijos en el living. La abuela duerme tranquila después del almuerzo. Yo sigo aquí, debatiéndome entre el amor y el derecho, entre el sacrificio y el egoísmo.
¿Es justo pedir lo único que siento mío después de tantos años de entrega? ¿O debería resignarme y dejar que decidan los que solo aparecen para las fotos familiares?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?