El precio de la independencia: La historia de Camilo y Mariana
—¿De verdad crees que puedes solo, Camilo? —La voz de mi madre, Teresa, retumbó en el pasillo del viejo departamento en el centro de Bogotá. Su mirada era dura, casi como si quisiera atravesarme con ella. Yo tenía 21 años y una maleta en la mano. No respondí. Solo bajé la cabeza y salí, sintiendo el peso de su desaprobación como una piedra en el pecho.
Años después, todavía recuerdo ese momento cada vez que cierro la puerta del pequeño apartamento que comparto con Mariana. Ella fue mi refugio cuando la soledad y el orgullo me dejaron sin un lugar al que volver. Nos conocimos en la universidad, entre huelgas estudiantiles y cafés baratos. Mariana tenía esa risa que podía iluminar hasta el día más gris y una determinación que me hacía sentir menos solo en mi lucha por ser independiente.
Nos casamos en una ceremonia sencilla, rodeados solo de amigos porque nuestras familias nunca aprobaron nuestra relación. Su madre, doña Rosa, decía que yo era un «soñador sin futuro» y mi madre apenas me dirigía la palabra desde que me fui de casa. Pero nosotros creíamos que el amor era suficiente para construir un hogar.
Al principio todo era esperanza. Conseguimos un apartaestudio en Chapinero, con paredes tan delgadas que escuchábamos las peleas de los vecinos como si fueran nuestras. Mariana trabajaba en una librería y yo daba clases particulares de matemáticas. No era mucho, pero alcanzaba para pagar el arriendo y comer arepas con chocolate caliente en las noches frías.
Pero la ciudad es cruel con los jóvenes que no tienen respaldo. Cuando Mariana perdió su trabajo por recorte de personal y yo me quedé sin alumnos porque los padres ya no podían pagar clases extras, el miedo se instaló en nuestra casa como un huésped indeseado. Las cuentas se acumularon sobre la mesa: agua, luz, arriendo. Cada sobre era una amenaza.
—¿Y si le pedimos ayuda a tu mamá? —me preguntó Mariana una noche, con la voz temblorosa.
—¿Para qué? Ella tiene ese apartamento enorme en La Candelaria y ni siquiera nos ha ofrecido quedarnos ahí —respondí, sintiendo cómo la rabia me subía por la garganta.
—Pero es tu mamá…
—No entiendes, Mariana. Para ella, pedir ayuda es fracasar. Y yo… yo no quiero darle ese gusto.
Mariana guardó silencio. Sabía que detrás de mi orgullo había una herida abierta.
Intentamos todo: vendimos libros, ofrecimos almuerzos caseros a los vecinos, incluso Mariana empezó a hacer postres para vender en la universidad. Pero nada era suficiente. Una tarde, al volver del mercado con apenas unas papas y un poco de arroz, encontré a Mariana llorando en el baño.
—No puedo más, Cami… No puedo seguir fingiendo que todo está bien —me dijo entre sollozos.
Me senté junto a ella en el piso frío y la abracé. Sentí su cuerpo temblar y supe que estábamos al borde del abismo.
Esa noche llamé a mi madre. El teléfono sonó varias veces antes de que contestara.
—¿Qué quieres? —preguntó sin preámbulos.
—Mamá… necesito ayuda. Nos van a desalojar si no pagamos el arriendo este mes.
Hubo un silencio largo, incómodo.
—Camilo, yo te advertí que la vida no es fácil. Tienes que aprender a resolver tus propios problemas. Yo ya hice mi parte contigo —dijo finalmente.
—Pero tienes ese apartamento vacío… podríamos quedarnos ahí hasta que nos recuperemos…
—Ese apartamento es mi seguridad para la vejez. No puedo arriesgarme a que lo dañen o lo pierdan por no poder pagar los servicios. Lo siento, hijo.
Sentí como si me hubieran dado una bofetada. Colgué sin decir nada más.
Mariana escuchó toda la conversación desde la puerta. No dijo nada, solo me abrazó más fuerte esa noche.
Los días siguientes fueron una pesadilla. Recibimos la notificación de desalojo y tuvimos que empacar nuestras pocas cosas en cajas prestadas. Nadie vino a ayudarnos. Ni mi madre ni doña Rosa llamaron para preguntar si necesitábamos algo. Éramos solo nosotros dos contra el mundo.
Dormimos dos semanas en casa de un amigo de Mariana, compartiendo colchón con cucarachas y el ruido constante del tráfico. Cada día era una batalla para encontrar trabajo, para no perder la esperanza, para no culparnos mutuamente por nuestra situación.
Una tarde, mientras caminábamos por la Séptima buscando avisos de empleo pegados en los postes, Mariana se detuvo y me miró a los ojos:
—¿Crees que algún día nos perdonarán por querer ser independientes?
No supe qué responderle. Tal vez nunca lo harían. Tal vez nosotros tampoco podríamos perdonarlos por habernos dejado solos cuando más los necesitábamos.
Hoy escribo esto desde un pequeño cuarto alquilado en San Cristóbal. Conseguí trabajo en una panadería y Mariana volvió a estudiar gracias a una beca. No tenemos mucho, pero seguimos juntos. A veces sueño con ese apartamento vacío de mi madre y me pregunto si algún día entenderá lo que nos costó sobrevivir sin ella.
¿Vale la pena luchar por la independencia cuando eso significa perder a tu familia? ¿O es peor resignarse a vivir bajo sus condiciones solo para no estar solo? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?