El precio de un hijo: la historia de Mariana y Lucía

—¿La quieres? Llévatela, me da igual. No puedo ni mirarla. Pero a cambio, dame dinero —escupió mi madre, Victoria, con esa voz seca que usaba cuando ya no le quedaban lágrimas ni paciencia.

Yo tenía diecisiete años y Lucía apenas seis meses. Estábamos en la cocina de la casa de mi abuela, en un barrio polvoriento de las afueras de Monterrey. El sol caía a plomo sobre el techo de lámina y el calor hacía que la leche en el biberón se agriara antes del mediodía. Mi madre me miraba con esos ojos duros, marrones, que nunca supe si eran capaces de ternura. Yo temblaba, no sabía si por miedo o por rabia.

—¿Cómo puedes decir eso, mamá? —le respondí, apretando a Lucía contra mi pecho—. Es tu nieta.

Victoria se encogió de hombros y se encendió un cigarro. El humo llenó la cocina, mezclándose con el olor a frijoles recalentados y pañales sucios. —No me importa. Ya bastante tengo con mantenerte a ti. Si quieres quedártela, búscate la vida. Pero si te la llevas, no vuelvas a pedirme nada.

Mi abuela, doña Rosa, escuchaba desde el corredor. No intervenía; sólo rezaba en silencio, pasando las cuentas del rosario entre los dedos arrugados. Mi padre había muerto cuando yo tenía ocho años y desde entonces Victoria se volvió una sombra: trabajaba limpiando casas y llegaba cansada, siempre enojada con el mundo.

El papá de Lucía, Julián, era un muchacho del barrio vecino. Cuando supo que estaba embarazada, desapareció. Nadie volvió a verlo. Yo me quedé sola, con una panza creciendo y los sueños de estudiar enfermería hechos trizas.

Esa tarde, después del ultimátum de mi madre, me senté en el patio con Lucía en brazos. La miré: tenía la carita redonda, los ojos grandes y oscuros como los míos, pero el cabello era negro y rizado como el de Victoria. Me pregunté si algún día me odiaría por traerla a este mundo tan hostil.

Pasaron los días y la tensión en la casa crecía. Victoria apenas me dirigía la palabra. Un domingo, mientras lavaba ropa en el lavadero, se acercó mi tía Leticia:

—Mira, Mariana —me dijo en voz baja—. Tu mamá está desesperada. No es mala persona, sólo que todo esto la rebasó. ¿Por qué no hablas con doña Carmen? Ella cuida niños en su casa y a lo mejor puede ayudarte a encontrar trabajo.

No quería dejar a Lucía con extraños, pero no tenía opción. Fui a ver a doña Carmen, una señora robusta y amable que vivía tres calles abajo. Me ofreció cuidar a Lucía por unas horas al día mientras yo limpiaba casas junto a ella.

Así empezó mi rutina: dejaba a Lucía con doña Carmen al amanecer y me iba a trabajar. Ganaba poco, pero al menos podía comprar pañales y leche. Victoria seguía distante; a veces la oía llorar por las noches o discutir por teléfono con algún hombre que nunca venía a casa.

Una tarde llegué antes de lo habitual y encontré a Victoria sentada en la sala con un hombre desconocido. Tenía cara de pocos amigos y una cicatriz en la mejilla.

—¿Y esa es la niña? —preguntó él, señalando a Lucía que dormía en mis brazos.

Victoria asintió sin mirarme.

—¿Cuánto quieres? —dijo el hombre.

Sentí que el mundo se me venía encima.

—¡No! —grité—. ¡No puedes venderla!

El hombre se levantó furioso y salió dando un portazo. Victoria me miró con odio:

—¿Ves lo que me obligas a hacer? ¡Nos vamos a morir de hambre por tu culpa!

Esa noche empaqué lo poco que tenía: dos mudas de ropa para mí, unos pañales para Lucía y una foto vieja de mi papá. Salí sin mirar atrás.

Dormimos en casa de doña Carmen unos días hasta que encontré un cuarto barato en una vecindad del centro. Era pequeño y húmedo, pero al menos era nuestro. Trabajé limpiando oficinas por las noches y vendiendo dulces en la calle durante el día. A veces no comíamos más que tortillas con sal.

Lucía crecía sana pero callada; rara vez lloraba o reía. Yo temía que hubiera heredado la tristeza de nuestra familia como una maldición inevitable.

Un día recibí una llamada inesperada: era Leticia.

—Tu mamá está enferma —me dijo—. Tiene cáncer y no quiere ver a nadie, pero creo que deberías venir.

Fui al hospital con miedo y rencor mezclados en el pecho. Victoria estaba pálida y delgada; apenas podía hablar.

—Perdóname —susurró—. No supe ser madre… ni abuela.

No supe qué decirle. Sólo le tomé la mano y lloré en silencio mientras Lucía dormía en mis brazos.

Victoria murió dos semanas después. No dejó nada más que deudas y una carta donde me pedía cuidar a Lucía mejor de lo que ella me cuidó a mí.

Hoy han pasado cinco años desde entonces. Sigo trabajando duro; Lucía va al kínder y sonríe más seguido. A veces pienso en Victoria y me pregunto si algún día podré perdonarla por querer cambiarme una hija por dinero… o si yo misma seré capaz de romper ese ciclo de dolor y abandono.

¿Hasta dónde puede llegar una madre por desesperación? ¿Y hasta dónde puede resistir una hija por amor? ¿Ustedes qué harían si tuvieran que elegir entre su sangre y su dignidad?