El precio de un techo: entre el deber y el rencor

—¿Ya tienes el dinero de este mes, Mariana? —La voz de mi papá retumbó en el pasillo, como cada final de mes desde que cumplí dieciocho años.

Recuerdo ese día como si fuera ayer. Era mi cumpleaños, y en vez de un abrazo o un regalo, recibí una hoja con números y la palabra “renta” escrita con su letra apretada. “Ya eres adulta”, me dijo. “Aquí nadie vive de gratis.”

No era que no trabajara. Desde los diecisiete ayudaba en la tienda de abarrotes de la esquina, pero lo que ganaba apenas me alcanzaba para los camiones y la escuela. Aun así, cada mes le entregaba el dinero, a veces completo, a veces con retraso y regaños. Mi mamá nunca dijo nada. Solo bajaba la mirada y se refugiaba en la cocina.

Pasaron los años. Terminé la prepa, luego la universidad pública, siempre trabajando y pagando renta por ese cuarto pequeño con paredes descascaradas. Mis amigas no lo podían creer. “¿Tu papá te cobra por vivir en tu casa? ¿En serio?” Yo solo me encogía de hombros. En mi colonia, muchos padres hacían lo mismo, pero nunca tan estricto como él.

A veces soñaba con irme lejos, pero no tenía a dónde. Mi familia materna vivía en Chiapas y apenas nos hablábamos. Así que aguanté. Aprendí a ahorrar cada peso, a no pedir favores, a no esperar nada de nadie.

La vida siguió su curso. Mi hermano menor, Diego, se fue a Estados Unidos apenas pudo. A él nunca le cobró renta. “Es hombre”, decía mi papá. “Él sí tiene que ahorrar para hacer su vida.” Yo tragaba saliva y me guardaba el coraje.

Hace dos años, mi papá enfermó. Primero fue la diabetes, luego el corazón. La tienda quebró y mi mamá se fue a cuidar a una tía enferma en Tapachula. De repente, me quedé sola con él en esa casa que nunca sentí mía.

Una tarde, mientras le preparaba su insulina, me soltó:

—Ya no tengo cómo pagar ni la luz ni el agua. Vas a tener que hacerte cargo de todo.

Sentí un nudo en el estómago. ¿Cómo podía pedirme eso? ¿Después de todos esos años? Pero lo miré: estaba encorvado, más flaco que nunca, los ojos apagados.

—¿Y Diego? —pregunté—. ¿Por qué no le pides ayuda?

—Él tiene su familia allá —respondió sin mirarme—. Tú eres la que está aquí.

Esa noche no pude dormir. Me revolví entre las sábanas pensando en todo lo que había sacrificado: fiestas, viajes, hasta novios. Siempre trabajando para pagarle a él. Y ahora… ¿también tenía que mantenerlo?

Al día siguiente fui al trabajo con los ojos hinchados. Mi jefa, doña Lupita, me preguntó qué me pasaba y terminé llorando en el baño.

—Mira, hija —me dijo después—, uno no escoge a la familia que le toca. Pero sí puede decidir hasta dónde cargar con sus errores.

Sus palabras me dieron vueltas toda la semana. Empecé a notar cosas que antes ignoraba: los vecinos ayudando a sus padres sin esperar nada a cambio; otros que simplemente se alejaban y vivían su vida.

Un domingo por la tarde, mientras lavaba los trastes, mi papá entró a la cocina arrastrando los pies.

—¿Por qué me odias tanto? —me preguntó de repente.

Me quedé helada.

—No te odio —le dije—. Solo… no entiendo por qué siempre fui yo la que tuvo que pagar todo.

Se sentó frente a mí y por primera vez en años lo vi vulnerable.

—No supe hacerlo mejor —susurró—. Cuando tu mamá se enfermó y yo perdí el trabajo, tenía miedo de que te acostumbraras a depender de mí… Como yo dependía de mis padres y terminé sin nada propio.

No supe qué decirle. El silencio se hizo pesado entre nosotros.

Esa noche soñé con mi infancia: los domingos en el parque, las risas antes de que todo se volviera cuentas y deudas.

Al despertar, sentí algo distinto. No era perdón todavía, pero sí una especie de compasión.

Empecé a buscar ayuda: hablé con una trabajadora social del DIF, pregunté por apoyos para adultos mayores. Conseguí que le dieran una despensa mensual y un pequeño subsidio para sus medicinas.

No fue fácil. Hubo días en que quería dejarlo solo y marcharme para siempre. Pero también hubo momentos en que recordé que, pese a todo, era mi papá.

Hoy sigo pagando las cuentas de la casa y cuidándolo cuando puedo. No porque me sienta obligada, sino porque decidí hacerlo desde otro lugar: uno donde el resentimiento no pese más que el amor propio.

A veces me pregunto si algún día podré perdonarlo del todo o si solo estoy repitiendo el ciclo del sacrificio silencioso que tantas mujeres viven en México.

¿Hasta dónde llega nuestro deber con la familia? ¿Cuándo es justo decir basta? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?