El precio de una boda: Cuando el amor divide a la familia
—¡No pienso ir a esa boda, Lucía! —gritó mi mamá desde la cocina, mientras el cuchillo golpeaba la tabla con furia—. ¡Después de todo lo que nos hizo esa familia, Marcos debería tener vergüenza!
Me quedé paralizada en el umbral, con el vestido de flores que me había comprado para la ocasión colgando inútilmente de mi brazo. El olor a café quemado llenaba la casa, mezclándose con la tensión que se podía cortar con un cuchillo. Afuera, el sol de Medellín brillaba como si nada estuviera pasando, pero adentro, mi familia se desmoronaba.
Mi hermano Marcos siempre fue el rebelde. El que se escapaba por la ventana para ir a fiestas, el que traía malas notas y aún así lograba que mi papá lo defendiera. Pero esta vez era diferente. Se iba a casar con Camila, la hija de los Ramírez, nuestros vecinos de toda la vida y, según mi mamá, nuestros peores enemigos desde que el abuelo perdió la finca por culpa de una deuda mal pagada.
—Mamá, por favor… —intenté mediar, pero ella me interrumpió.
—No me pidas eso, Lucía. Yo no olvido. Y tu papá tampoco debería hacerlo.
Mi papá estaba sentado en silencio en la sala, mirando un partido de fútbol sin verlo realmente. Desde que Marcos anunció su compromiso, apenas hablaba. Yo sentía que cada palabra era una herida abierta.
Esa noche, cuando todos dormían, escuché a Marcos entrar sigilosamente por la puerta trasera. Me levanté y lo encontré sentado en la mesa del comedor, con la cabeza entre las manos.
—¿Por qué todo tiene que ser tan difícil? —susurró sin mirarme.
Me senté a su lado y le tomé la mano. —¿La amas?
Él asintió, con los ojos llenos de lágrimas. —Más que a nada en este mundo. Pero siento que estoy traicionando a todos…
—No es tu culpa —le dije—. No podemos cargar con los odios de los demás para siempre.
Pero en el fondo sabía que no era tan sencillo. En nuestro barrio, las historias se transmiten como leyendas: el abuelo Ramírez le ganó la finca al abuelo Gómez (mi abuelo) en una partida de cartas amañada. Desde entonces, los Gómez y los Ramírez no se hablan más que para lanzarse miradas de desprecio en la misa del domingo.
Los días pasaron y la fecha de la boda se acercaba como una tormenta anunciada. Mi mamá dejó de cocinar para Marcos y mi papá evitaba mirarlo a los ojos. Yo era el puente roto entre dos orillas imposibles de unir.
Una tarde, Camila vino a buscarme al trabajo. Me sorprendió verla tan decidida.
—Lucía, necesito tu ayuda —me dijo sin rodeos—. Mi mamá tampoco quiere que me case con Marcos. Dice que los Gómez son mala sangre…
La miré y sentí una rabia antigua, como si todas las injusticias del pasado me pesaran encima.
—¿Y qué vas a hacer? —le pregunté.
—Voy a casarme igual —respondió—. Pero no quiero hacerlo sin nuestras familias. ¿No crees que ya es hora de romper este círculo?
Esa noche reuní el valor para enfrentar a mis padres.
—¿De verdad van a dejar que el odio decida por ustedes? —les pregunté con voz temblorosa—. ¿No ven que están perdiendo a su hijo?
Mi mamá lloró en silencio y mi papá apretó los puños hasta que los nudillos se le pusieron blancos.
—No entiendes lo que nos hicieron —dijo él finalmente—. No entiendes lo que es perderlo todo por culpa de otros…
Me arrodillé frente a él y le tomé las manos.
—Papá, yo también he perdido cosas. Perdí a mi hermano cuando ustedes dejaron de hablarle. Perdí la paz en esta casa. ¿No es suficiente?
El día de la boda llegó y la iglesia estaba dividida en dos bandos: los Gómez y los Ramírez, cada uno mirando al otro como si fuera un enemigo mortal. Yo caminé junto a Marcos hasta el altar, sintiendo todas las miradas clavadas en mi espalda.
Cuando llegó el momento de los votos, Camila tomó el micrófono y habló con voz firme:
—Hoy no solo me caso con Marcos. Hoy quiero pedir perdón por todo lo que nuestras familias se han hecho. Quiero empezar de nuevo.
Hubo un silencio sepulcral. Mi mamá sollozaba en su banco; mi papá tenía los ojos llenos de lágrimas contenidas.
Después de la ceremonia, mientras todos salían al atrio, vi a mi papá acercarse al papá de Camila. Se miraron largo rato y luego se abrazaron torpemente, como dos niños asustados.
Esa noche, en casa, mi mamá me abrazó fuerte y me susurró al oído:
—Gracias por no rendirte, Lucía.
Me quedé mirando las luces de Medellín desde mi ventana y pensé en todo lo que habíamos perdido por orgullo y miedo. ¿Cuántas familias más estarán rotas por historias viejas? ¿Cuánto estamos dispuestos a sacrificar por mantener una herida abierta?
A veces me pregunto: ¿vale más el pasado o el futuro? ¿Qué harían ustedes si estuvieran en mi lugar?