El precio de una fiesta: Cuando el orgullo pesa más que la sangre

—¿Por qué no nos invitaste, Luciana? —mi voz temblaba, pero no de rabia, sino de un dolor que me apretaba el pecho como si me faltara el aire.

Ella ni siquiera levantó la mirada del celular. Sentada en la mesa de la cocina, con el cabello recogido y las uñas recién pintadas, parecía una extraña en mi propia casa. El eco de la música y las risas de la fiesta aún flotaban en el aire del barrio, como un recordatorio cruel de lo que nos habíamos perdido.

—No era una fiesta familiar, mamá. Era para mis amigos —respondió, casi susurrando, como si le diera vergüenza admitirlo.

Me quedé allí, de pie, con las manos apretadas sobre el delantal. Recordé cuando Luciana era pequeña y me pedía que le hiciera trenzas antes de ir a la escuela. Ahora, ni siquiera me miraba a los ojos.

Luciana siempre fue lista. No necesariamente por sus notas —aunque nunca reprobó una materia— sino porque sabía cómo ganarse a la gente. A los maestros les llevaba café, ayudaba a limpiar el pizarrón o se ofrecía a repartir los exámenes. Todos decían que era una niña ejemplar. Yo sabía que detrás de esa sonrisa dulce había una astucia que a veces me asustaba.

La semana pasada, encontré una alcancía rota en su habitación. Era la misma donde guardaba los billetes que le daba su abuela cada cumpleaños. Le pregunté qué había pasado y me dijo que necesitaba comprar materiales para un proyecto escolar. Le creí. Siempre le creí.

Pero anoche, mientras lavaba los platos, escuché a las vecinas cuchicheando en la puerta: “Dicen que Luciana hizo una fiesta en la casa de los Mendoza… ¡y ni su mamá fue!”

Sentí una punzada en el estómago. Fui hasta su cuarto y la enfrenté. Ella no negó nada. Me dijo que era su dinero y podía gastarlo como quisiera. Que quería celebrar con sus amigos porque ellos sí la entendían.

—¿Y nosotros? ¿No somos tu familia? —le pregunté, con la voz quebrada.

—Ustedes siempre están peleando —me respondió—. Papá nunca está y tú solo sabes reclamarme cosas.

Me quedé callada. No podía negarlo. Desde que mi esposo se fue a trabajar a Chile hace dos años, la casa se llenó de silencios incómodos y discusiones por cualquier cosa: por la ropa tirada, por los platos sin lavar, por las notas de Luciana que ya no eran tan brillantes como antes.

Esa noche no dormí. Me senté en la sala, mirando las fotos viejas: Luciana con su uniforme escolar, Luciana soplando las velas de su pastel de quince años, Luciana abrazando a su papá antes de que se fuera al aeropuerto. ¿En qué momento se nos rompió todo?

Al día siguiente, mi hermana Rosa vino a visitarme. Siempre ha sido directa:

—¿Y tú qué esperabas? Si nunca le preguntas cómo está, solo le exiges. Los muchachos ahora quieren sentirse escuchados.

Me dolió escucharlo, pero tenía razón. Yo misma me había convertido en esa madre dura que solo sabe señalar errores y no aciertos.

Esa tarde intenté acercarme a Luciana. Le preparé su comida favorita: arroz con pollo y plátanos fritos. Me senté frente a ella y le dije:

—Hija, sé que no soy perfecta. Pero me duele sentirme tan lejos de ti.

Ella dejó el tenedor sobre el plato y por fin me miró. Sus ojos estaban rojos.

—No quería hacerte daño, mamá —me dijo—. Solo quería sentirme importante para alguien… aunque fuera por una noche.

Me quedé sin palabras. ¿Cómo podía competir con el vacío que había dejado su padre? ¿Con los amigos que le prometían risas fáciles y aceptación sin condiciones?

Los días pasaron y la tensión seguía ahí, como una nube gris sobre la casa. Mi madre vino desde el pueblo para hablar con nosotras.

—La familia es lo único que queda cuando todo lo demás falla —nos dijo mientras tejía en el patio—. Pero hay que cuidarla todos los días, como se cuida una planta.

Luciana salió al patio y se sentó junto a su abuela. Yo las observaba desde la ventana, deseando poder retroceder el tiempo y hacer las cosas diferente.

Esa noche, Luciana entró a mi cuarto sin tocar la puerta. Se sentó en mi cama y me abrazó por primera vez en meses.

—Perdón, mamá —susurró—. No quiero perderte.

Lloramos juntas hasta quedarnos dormidas.

Hoy escribo esto mientras ella está en la escuela. No sé si algún día podré olvidar el dolor de aquella fiesta, pero sí sé que no quiero perder más tiempo peleando por cosas pequeñas.

¿En qué momento dejamos de hablarnos con el corazón? ¿Cuántas familias más estarán pasando por lo mismo sin atreverse a decir lo que sienten?