El precio del amor: Cuando mi madre decidió mi destino

—¿Por qué tiemblas, Verónica? —me pregunté en silencio mientras subía las escaleras del viejo edificio en la colonia Doctores. El ramo de flores sudaba en mis manos y las galletas, que preparé con tanto esmero, parecían pesar una tonelada. Andrés me esperaba en el rellano, nervioso, con esa sonrisa que siempre me hacía sentir segura. Pero hoy, ni siquiera su presencia lograba calmar mi ansiedad.

—Mi mamá es especial —me había advertido la noche anterior—. Solo… sé tú misma.

Pero ¿cómo ser yo misma cuando sentía que estaba a punto de enfrentar un juicio? Tocamos la puerta. Se escuchó el arrastre de unas sandalias y luego la voz áspera de doña Carmen:

—¿Quién es?

—Soy yo, mamá. Traje a Verónica.

La puerta se abrió con un chirrido. Doña Carmen nos miró de arriba abajo, deteniéndose en mi vestido sencillo y mis zapatos gastados. Sus ojos, oscuros y duros como el café sin azúcar, no mostraron ni una pizca de calidez.

—Pásenle —dijo secamente.

El departamento olía a frijoles refritos y a humedad. En la mesa había una foto de un hombre serio —el papá de Andrés, supe después— y una virgen rodeada de veladoras. Me senté en el borde del sofá, sintiendo que cada movimiento era observado y juzgado.

—Le traje unas flores, señora —dije, extendiendo el ramo.

Ella apenas lo miró.

—Gracias. ¿Y esas galletas? ¿Las hiciste tú?

Asentí, esperando una sonrisa. Pero solo recibí un «ah» seco y un silencio incómodo.

Andrés intentó romper el hielo:

—Mamá, Verónica estudia psicología en la UNAM. Es muy dedicada.

Doña Carmen me miró con desconfianza.

—¿Psicología? ¿Y eso para qué sirve? Aquí lo que hace falta es gente que trabaje, no que ande pensando en tonterías.

Sentí cómo se me encogía el estómago. Andrés apretó mi mano bajo la mesa, pero yo ya sabía que no sería fácil ganarme a su madre.

La tarde avanzó entre preguntas incómodas y comentarios pasivo-agresivos. «¿Tus papás están juntos?», «¿Y tú qué religión eres?», «¿No crees que eres muy joven para andar pensando en casarte?» Cada respuesta mía parecía alimentar su desconfianza.

Cuando salimos del departamento, Andrés me abrazó fuerte.

—Perdónala… es difícil. Pero te quiere conocer más, ya verás.

Quise creerle. Pero los días siguientes fueron una pesadilla. Doña Carmen llamaba a Andrés a todas horas, le llenaba la cabeza de dudas: «Esa muchacha no es para ti», «Seguro te va a dejar por alguien con más dinero», «Las psicólogas son muy raras». Empezó a inventar enfermedades, a decir que se sentía sola, que nadie la cuidaba como él.

Andrés empezó a cambiar. Ya no me llamaba tanto, siempre estaba cansado o preocupado por su mamá. Cuando le preguntaba si algo pasaba, solo decía:

—Es que mi mamá no está bien… necesita que esté cerca.

Una noche discutimos fuerte. Yo lloraba, él gritaba:

—¡No entiendes! ¡Es mi madre! ¿Qué quieres que haga?

—Quiero que luches por nosotros —le respondí entre sollozos—. Que pongas límites.

Pero él no podía. O no quería. Y yo empecé a sentirme invisible, como si mi amor no bastara para competir con el chantaje emocional de doña Carmen.

Mis amigas me decían que lo dejara, que nadie merece vivir así. Pero yo lo amaba. Recordaba nuestras tardes en Coyoacán, los sueños compartidos, las promesas de un futuro juntos. ¿Cómo rendirme tan fácil?

Un domingo decidí enfrentarla. Fui sola a su casa. Toqué la puerta con el corazón en la mano.

—¿Qué quieres? —preguntó doña Carmen sin disimular su molestia.

—Quiero hablar con usted —le dije con voz temblorosa pero firme—. Yo amo a Andrés y sé que usted es importante para él. Pero también merezco respeto.

Se rió con desprecio.

—¿Respeto? Aquí la única que merece respeto soy yo. Tú nunca vas a entender lo que es criar a un hijo sola en este país lleno de injusticias. Todo lo que tengo se lo he dado a él… No voy a dejar que una cualquiera me lo quite.

Sus palabras me hirieron más de lo que imaginé posible. Salí de ahí sintiéndome derrotada, pequeña, como si todo mi esfuerzo hubiera sido inútil.

Esa noche Andrés vino a verme. Tenía los ojos rojos y la voz quebrada.

—Mi mamá dice que si sigo contigo se va a enfermar más… No sé qué hacer, Vero. No quiero perderte, pero tampoco puedo dejarla sola.

Lo abracé fuerte, llorando los dos como niños asustados por la oscuridad. Sabía que lo estaba perdiendo y no podía hacer nada para evitarlo.

Pasaron las semanas y nuestra relación se fue apagando como una vela al viento. Andrés se volvió distante, ausente. Un día simplemente dejó de llamar.

Me costó meses aceptar que nuestro amor no fue suficiente para vencer los miedos y heridas del pasado. Que hay madres tan rotas por la vida que terminan rompiendo también la felicidad de sus hijos sin darse cuenta.

Hoy, años después, sigo pensando en Andrés cada vez que paso por ese viejo edificio en la Doctores. Me pregunto si alguna vez logró ser feliz o si sigue atrapado en esa telaraña de culpa y deberes mal entendidos.

A veces me pregunto: ¿cuántos amores se pierden en Latinoamérica por culpa del miedo y los prejuicios familiares? ¿Cuántas Verónicas y Andrés hay allá afuera luchando contra fantasmas ajenos? ¿Vale la pena sacrificar tu felicidad por no herir a quienes amas?