El precio del amor: una boda, una deuda y un ultimátum
—Si mañana no hay dinero, Zulema, se acabó todo. —La voz de Mauricio, mi prometido, retumbó en la cocina de mi casa como un trueno inesperado. Mi madre, que lavaba los platos, dejó caer la esponja y me miró con esos ojos de reproche que sólo una madre mexicana puede tener. Mi padre, sentado en la mesa, apretó los labios y bajó la mirada. Yo sentí que el piso se abría bajo mis pies.
Tres semanas. Eso era todo lo que faltaba para la boda que habíamos planeado durante meses. Bueno, planeado es un decir; más bien, habíamos soñado. Porque la realidad era otra: Mauricio y yo apenas teníamos para pagar el alquiler de nuestro futuro departamento en Iztapalapa, y la fiesta que mi familia esperaba era un lujo imposible. Pero en mi casa, como en tantas otras de la Ciudad de México, las apariencias importan más que la comodidad.
—¿Por qué no mejor nos casamos por el civil y ya? —propuso Mauricio, con ese tono práctico que a veces me desesperaba—. No necesitamos gastar una fortuna en una fiesta para demostrarle nada a nadie.
Mi madre bufó. —¿Y qué va a decir la familia? ¿Que mi hija se casó en secreto como si fuera una cualquiera? No, Zulema, tú te mereces una boda digna.
Mi padre no dijo nada, pero su silencio pesaba más que cualquier palabra. Sabía que él tampoco podía ayudarme: la carpintería apenas daba para los gastos de la casa y mis hermanos menores. Yo trabajaba como recepcionista en una clínica dental, y mi sueldo se iba en el transporte y en ayudar con los gastos.
Esa noche, después de que Mauricio se fue, mi madre me sentó en la sala.
—Hija, ¿tú crees que ese muchacho te quiere? Porque el que ama no pone condiciones. El dinero va y viene, pero el respeto no se recupera.
Me dolió escucharla, pero también me dolía pensar en perder a Mauricio. Habíamos pasado tanto juntos: desde los días en la prepa, cuando compartíamos un solo refresco para ahorrar, hasta las noches soñando con tener nuestra propia casa. Pero ahora, él parecía otro. Más frío, más calculador.
Al día siguiente, fui a trabajar con los ojos hinchados de tanto llorar. Mi amiga Yadira me vio y me llevó al baño.
—¿Otra vez peleaste con Mauricio? —preguntó, dándome un kleenex.
Le conté todo. Ella suspiró.
—Mira, Zulema, yo sé que lo amas, pero si te pone entre la espada y la pared por dinero… ¿qué va a pasar cuando falte para la renta o para los pañales de un hijo? Piensa bien.
Pero pensar era lo que menos quería hacer. Me sentía atrapada entre el miedo a quedarme sola y la vergüenza de defraudar a mi familia. Esa tarde, al volver a casa, encontré a mi padre sentado en el patio, tallando una figura de madera.
—Ven, hija —me dijo sin mirarme—. Cuando tu mamá y yo nos casamos, no teníamos nada. Ni fiesta ni vestido bonito. Pero teníamos ganas y respeto. Eso es lo que cuenta.
Me abrazó fuerte y sentí que las lágrimas volvían a brotar. ¿Por qué todo tenía que ser tan difícil?
Esa noche, Mauricio me llamó.
—¿Y entonces? ¿Conseguiste el dinero? —Su voz sonaba impaciente.
—No, Mauricio. No tengo cómo. Mis papás tampoco pueden ayudar más.
—Pues entonces no tiene caso seguir con esto. No quiero empezar mi vida endeudado por una fiesta que ni siquiera quiero.
Sentí que el corazón se me rompía en mil pedazos. Quise gritarle que lo amaba, que todo esto era culpa de las expectativas de todos menos de nosotros. Pero sólo pude decir:
—¿Eso es todo? ¿Después de cinco años juntos?
Él guardó silencio unos segundos.
—Zulema, yo te quiero, pero no puedo con esta presión. Si quieres casarte conmigo, tiene que ser a mi manera.
Colgó. Me quedé mirando el teléfono como si fuera una bomba a punto de explotar. Mi madre entró al cuarto y me abrazó sin decir nada.
Los días siguientes fueron un infierno. Mi tía Rosa llamó para preguntar por los preparativos; mi abuela mandó a decir que ya tenía su vestido listo; mis amigas preguntaban por el menú. Yo sólo quería desaparecer.
Una tarde, mientras caminaba por el mercado para despejarme, vi a una niña vendiendo flores con su mamá. La niña reía mientras corría entre los puestos, ajena a las preocupaciones del mundo adulto. Me detuve a comprarle una rosa y la madre me sonrió.
—¿Es para alguien especial? —preguntó.
—No sé —le respondí—. Tal vez para mí misma.
Ella asintió como si entendiera todo lo que no podía decir en voz alta.
Esa noche, hablé con mis padres.
—No quiero casarme así —les dije—. No quiero empezar mi vida con alguien que me pone condiciones por dinero. Prefiero esperar, aunque duela.
Mi madre lloró conmigo. Mi padre me abrazó y me dijo que estaba orgulloso de mí.
Mauricio no volvió a buscarme. Supe por amigos en común que se fue a vivir con un primo a Querétaro. Yo seguí trabajando en la clínica y poco a poco fui recuperando la paz. Aprendí a quererme más y a entender que el amor no se mide en fiestas ni en dinero, sino en respeto y apoyo mutuo.
A veces me pregunto qué habría pasado si hubiera cedido al ultimátum. ¿Sería feliz ahora? ¿O viviría siempre con miedo a no cumplir las expectativas de alguien más?
¿Ustedes qué harían si el amor de su vida les pusiera un precio? ¿Vale la pena sacrificar tu dignidad por no estar sola?