El precio del sacrificio: Cuando el amor de una madre no basta
—¿De verdad no vas a venir, Julián? —mi voz tembló al otro lado del teléfono, como si pudiera sostenerlo con palabras, como si pudiera evitar que se me escapara entre los dedos.
Silencio. Luego, su respuesta, seca, cortante:
—Mamá, ya te lo dije. Estamos ocupados. Además… ya no puedes ayudarnos como antes. No tiene sentido que vengas.
Sentí el golpe en el pecho. Como si la casa entera se hubiera desplomado sobre mí. Me quedé mirando la foto de Lucía, mi nieta, en la repisa. Tenía cinco años en esa foto, con los cachetes llenos de pintura y una sonrisa que me iluminaba el alma. Hace un año que no la veo. Un año entero desde que mi hijo decidió que yo ya no era necesaria en sus vidas.
Me llamo Rosa Elena. Tengo sesenta y ocho años y vivo en un departamento pequeño en el centro de Guadalajara. Trabajé toda mi vida: primero limpiando casas, luego vendiendo comida en la calle, hasta que conseguí un puesto como secretaria en una empresa de seguros. Me sentí orgullosa cuando logré eso antes de cumplir los cuarenta. Todo lo hice por Julián. Todo.
Recuerdo las noches en que llegaba cansada, con las manos hinchadas y los pies ardiendo, pero aún así le preparaba su cena favorita: arroz con pollo y plátano frito. Él me miraba con esos ojos grandes y oscuros, y yo sentía que valía la pena cada sacrificio.
Pero ahora… ahora me siento invisible.
Cuando me jubilé hace dos años, mi pensión apenas alcanzaba para pagar la renta y los medicamentos para la presión. Aun así, seguí ayudando a Julián: le pagaba la colegiatura a Lucía, le compraba despensa cuando podía. Pero el dinero se acabó. Y con él, parece que también se acabó el amor de mi hijo.
La última vez que vi a Lucía fue en su cumpleaños. Le llevé una muñeca de trapo que hice yo misma porque ya no podía comprarle juguetes caros. Julián apenas me miró ese día. Su esposa, Fernanda, me saludó con frialdad.
—Gracias por venir, suegra —me dijo—. Pero Lucía ya tiene muchos juguetes.
Lucía me abrazó fuerte y me susurró al oído:
—Te quiero mucho, abuelita.
Eso fue hace un año. Desde entonces, Julián dejó de contestar mis llamadas. Al principio pensé que era por trabajo, pero luego supe por una vecina que habían cambiado de número y se mudaron a una colonia más exclusiva.
Intenté ir a buscarlos una vez. El guardia del fraccionamiento ni siquiera me dejó pasar.
—La familia Ramírez no recibe visitas sin cita —me dijo sin mirarme a los ojos.
Me fui caminando bajo el sol ardiente, sintiendo que cada paso me alejaba más de mi familia.
A veces pienso en llamarle a Fernanda, pero sé que no serviría de nada. Ella nunca me quiso cerca; siempre pensó que yo era una carga. Recuerdo cuando Julián perdió su trabajo hace años y yo pagué la renta de su departamento durante meses. Fernanda nunca lo agradeció.
Ahora paso los días sentada junto a la ventana, viendo cómo los niños juegan en la calle. Me pregunto si Lucía todavía se acuerda de mí, si pregunta por su abuela o si ya le han llenado la cabeza de otras cosas.
Mi hermana menor, Teresa, viene a visitarme de vez en cuando.
—No te mortifiques tanto, Rosa —me dice—. Los hijos son así ahora. Se olvidan fácil de todo lo que hicimos por ellos.
Pero yo no puedo dejar de pensar en todo lo que di. En las veces que me quedé sin comer para que Julián tuviera zapatos nuevos para la escuela. En las madrugadas esperando a que llegara sano y salvo cuando salía con sus amigos. En las lágrimas que escondí para no preocuparlo.
Una tarde recibí una llamada desconocida. Mi corazón latió con fuerza al escuchar la voz de Lucía al otro lado.
—Abuelita… ¿por qué ya no vienes? —su vocecita temblaba—. Papá dice que estás enferma y no puedes salir…
Se me rompió el alma.
—No es eso, mi niña —le dije—. Yo siempre quiero verte…
La llamada se cortó abruptamente. Después supe que Julián había cambiado otra vez el número.
Esa noche lloré como no lo hacía desde la muerte de mi madre. Me sentí traicionada, usada… ¿De verdad todo lo que hice fue solo por dinero? ¿Mi hijo solo me quería cerca mientras podía ayudarlo?
Empecé a ir a un grupo de apoyo para adultos mayores en el centro comunitario. Ahí conocí a Don Ernesto, quien también fue abandonado por sus hijos después de quedarse sin trabajo.
—Nos ven como cajeros automáticos —me dijo una tarde mientras jugábamos dominó—. Cuando se acaba el dinero, se acaba el cariño.
Sus palabras me dolieron porque eran ciertas.
Un día recibí una carta anónima bajo la puerta. Era un dibujo hecho por Lucía: dos figuras tomadas de la mano bajo un árbol grande y un sol sonriente arriba. Abajo decía: «Te extraño abuelita».
Lloré abrazando ese papel como si fuera ella misma.
He pensado muchas veces en enfrentar a Julián, en decirle todo lo que siento. Pero tengo miedo de perder hasta ese pequeño hilo que aún me une a Lucía.
A veces sueño con ella: corremos juntas por el parque, comemos helado y reímos como antes. Pero despierto sola, con el eco del silencio llenando el departamento.
Hoy es domingo y otra vez estoy sentada junto a la ventana. Veo pasar familias completas rumbo al tianguis; escucho las risas de los niños y siento un vacío inmenso en el pecho.
¿En qué momento perdí a mi hijo? ¿En qué momento dejó de importarle todo lo que hice por él?
Quizá algún día Julián entienda lo que es darlo todo por alguien y recibir solo silencio a cambio.
¿Vale la pena sacrificarlo todo por los hijos? ¿O deberíamos aprender a ponernos primero alguna vez?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?