El precio del sacrificio: Entre el amor y la culpa
—¿Hasta cuándo vas a seguir manteniéndolas, mamá? —me soltó de golpe mi hermana Lucía, mientras tomábamos café en la terraza de su casa en Cuernavaca. El sol caía fuerte, pero el comentario me heló la sangre.
No supe qué responderle. Miré mi taza, buscando respuestas en el remolino del café. Mis hijas, Mariana y Fernanda, ya pasaban los treinta y seguían dependiendo de mí para pagar la renta, los colegios de mis nietos, hasta las vacaciones en la playa. Yo, que había dejado mi vida en Veracruz para trabajar como enfermera en Madrid durante más de una década, pensaba que todo ese esfuerzo era por amor. Pero ahora, sentía que ese amor se había convertido en una cadena.
La última vez que vine de vacaciones, la casa estaba llena de gritos. Mariana y Fernanda discutían por una tontería: quién se quedaría con el carro que yo había comprado «para la familia». Sus esposos, Jorge y Esteban, tampoco ayudaban. Jorge me reclamó en privado:
—Suegra, ¿por qué siempre ayuda más a Fernanda? Nosotros también tenemos necesidades.
Y Esteban, con esa sonrisa falsa que nunca me convenció, me decía:
—Doña Rosa, usted sabe que yo siempre he sido agradecido, pero Mariana no valora nada. Todo lo quiere fácil.
Me dolía ver cómo el dinero que yo mandaba cada mes se convertía en motivo de pelea. Antes, cuando mis hijas eran niñas y yo les mandaba cartas con billetes escondidos entre las páginas, todo era alegría. Ahora, cada transferencia era una chispa más en una hoguera de resentimientos.
Una noche, mientras cenábamos todos juntos, Mariana explotó:
—¡Claro! Como Fernanda es la consentida, seguro le vas a dar el terreno de Xochitepec a ella también.
Fernanda se levantó de la mesa y le gritó:
—¡Tú siempre crees que todo es para ti! Si mamá te ayuda es porque tú no puedes sola.
Yo solo atiné a llorar en silencio. Mi sacrificio había sembrado una guerra fría entre mis hijas. Y lo peor era que sus esposos alimentaban esa rivalidad. Jorge le decía a Mariana que debía exigir más porque «para eso tu mamá está allá sola». Esteban le susurraba a Fernanda que «no se dejara» porque «la otra siempre quiere salir ganando».
Esa noche no pude dormir. Me pregunté si todo lo que hice valió la pena. ¿De qué sirvió perderme los cumpleaños, las graduaciones, los abrazos de mis nietos? ¿Para ver a mis hijas convertidas en rivales?
Al día siguiente, salí temprano a caminar por el parque. Vi a una señora mayor sentada en una banca, dándole pan a las palomas. Me senté a su lado y sin saber por qué, le conté mi historia. Ella me escuchó con paciencia y al final me dijo:
—A veces creemos que darlo todo es amar. Pero también hay que enseñarles a volar solas.
Sus palabras me acompañaron todo el día. Recordé cuando mi madre me enseñó a hacer tortillas y luego me dejó sola frente al comal: «Si te quemas, aprendes; si no, también». ¿Por qué yo no había hecho lo mismo con mis hijas?
Esa tarde llamé a Lucía y le pedí consejo. Ella fue directa:
—Rosa, tú ya diste demasiado. Es hora de vivir para ti. Si no pones límites ahora, nunca lo harán ellas.
Me armé de valor y convoqué a Mariana y Fernanda a una comida, sin sus esposos. Cuando llegaron, notaron mi seriedad.
—Hijas —empecé con voz temblorosa—, quiero hablarles desde el corazón. Toda mi vida he trabajado para ustedes. Pero siento que en vez de unirlas, mi ayuda las ha separado. No quiero seguir alimentando peleas ni resentimientos.
Mariana bajó la mirada; Fernanda se cruzó de brazos.
—A partir de ahora —continué— voy a reducir el dinero que les mando. No porque no las ame, sino porque quiero que aprendan a salir adelante solas. Yo también merezco vivir tranquila estos años que me quedan.
El silencio fue brutal. Mariana rompió a llorar:
—¿Nos vas a abandonar?
Fernanda murmuró:
—Siempre supe que esto iba a pasar…
Me acerqué y las abracé.
—No las abandono. Solo quiero que aprendan lo que yo aprendí: la vida no siempre da segundas oportunidades.
Los meses siguientes fueron difíciles. Mariana tuvo que buscar trabajo extra; Fernanda empezó a vender postres desde casa. Al principio me llamaban llorando o reclamando. Jorge dejó de saludarme cuando iba a su casa; Esteban apenas me dirigía la palabra.
Pero poco a poco algo cambió. Un día Mariana me mandó un mensaje: «Mamá, hoy pagué la renta sola. Me sentí fuerte». Fernanda llegó un domingo con un pastel y me dijo: «Vendí cinco esta semana; gracias por confiar en mí».
No fue fácil soportar sus reproches ni las miradas frías de sus esposos. Pero yo también empecé a vivir. Fui al cine sola por primera vez en años; viajé con Lucía a Oaxaca; retomé mis clases de pintura.
Ahora entiendo que el amor no es sacrificio eterno ni culpa disfrazada de ayuda. Es enseñarles a volar aunque duela verlas caer al principio.
A veces me pregunto: ¿Cuántas madres latinas viven atadas al deber y la culpa? ¿Cuándo aprenderemos a soltar para dejar crecer? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?