El precio del silencio: Cuando mi hija solo llama por dinero

—¿Mamá? ¿Estás ahí? —La voz de Valeria suena cortante, casi como si le pesara marcar mi número. Son las nueve de la noche y el ventilador apenas logra mover el aire caliente de nuestro departamento en Monterrey. Mi esposo, Julián, me mira desde la mesa, con esa mezcla de resignación y tristeza que se le ha vuelto costumbre cada vez que suena el teléfono.

—Sí, hija, aquí estoy —respondo, tratando de sonar animada, aunque mi corazón late con fuerza, anticipando lo inevitable.

—Mamá, ¿me puedes depositar dos mil pesos? Es que… bueno, se me complicó el mes y no quiero que me corten la luz. Te lo juro que es la última vez —dice rápido, como si quisiera terminar la conversación antes de que pueda preguntarle algo más.

Quiero preguntarle cómo está, si ha comido bien, si sigue saliendo con ese muchacho que no me convence. Pero sé que si lo hago, solo conseguiré un suspiro impaciente o un monosílabo. Así que solo digo:

—Claro, hija. Te los mando mañana temprano.

Cuelga sin despedirse. Me quedo mirando la pantalla del celular, esperando que vuelva a sonar, que me diga aunque sea un “te quiero”, pero no pasa nada. Julián se acerca y me toma la mano.

—No podemos seguir así, Lucía —me dice en voz baja—. Nos está usando.

Me duele escucharlo, pero sé que tiene razón. Hace años que Valeria se fue a vivir sola, primero a un departamento con amigas y luego con su novio, ese tal Emiliano. Al principio llamaba para contarme cómo le iba en la universidad, para pedirme recetas o para preguntarme cómo estaba su abuela. Pero poco a poco las llamadas se hicieron menos frecuentes y más frías. Hasta que solo quedaron las peticiones de dinero.

A veces me pregunto en qué momento perdí a mi hija. Si fue cuando discutimos por primera vez por sus malas calificaciones o cuando le prohibí ir a esa fiesta porque tenía examen al día siguiente. O tal vez fue cuando Julián perdió el trabajo y tuvimos que apretarnos el cinturón; ella tenía quince años y empezó a trabajar medio tiempo para comprarse sus cosas. Siempre fue orgullosa, siempre quiso demostrar que podía sola.

Pero ahora… ahora solo llama cuando necesita algo. Y cada vez que lo hace, siento una mezcla de alivio y culpa: alivio porque al menos sé que está viva; culpa porque no sé cómo ayudarla sin sentirme utilizada.

Esa noche no puedo dormir. Me levanto a preparar café y me siento en la cocina, mirando las luces lejanas de la ciudad. Recuerdo cuando Valeria era niña y venía corriendo a abrazarme después de la escuela, con las rodillas raspadas y los ojos llenos de historias. ¿En qué momento dejamos de hablarnos?

A la mañana siguiente le hago el depósito. Le mando un mensaje: “Ya te deposité, hija. Cuídate mucho. Te quiero.” No recibo respuesta.

Los días pasan y trato de ocuparme con otras cosas: el trabajo en la papelería, las visitas a mi madre enferma, las cuentas por pagar. Pero cada vez que suena el teléfono, mi corazón salta con la esperanza de escuchar su voz por una razón diferente.

Una tarde, mientras estoy acomodando cuadernos en la tienda, entra Julián con el rostro serio.

—Lucía, tenemos que hablar —dice—. No podemos seguir mandándole dinero cada vez que lo pide. No aprende nada así. Solo nos busca cuando necesita algo…

—Es nuestra hija —le respondo—. ¿Qué quieres que haga? ¿Que le cierre la puerta?

—No se trata de cerrarle la puerta —dice él—. Se trata de poner límites. Si no lo hacemos nosotros, ¿quién lo hará?

Discutimos en voz baja para no llamar la atención de los clientes. Siento rabia y tristeza al mismo tiempo. ¿Cómo puede Julián ser tan duro? Pero también sé que tiene razón: Valeria nunca pregunta cómo estamos nosotros; nunca viene a vernos; ni siquiera en Navidad quiso venir este año.

Esa noche decido llamarla yo. El teléfono suena varias veces antes de que conteste.

—¿Mamá? Estoy ocupada…

—Solo quería saber cómo estás —le digo—. No te llamo para regañarte ni para hablar de dinero.

Silencio del otro lado.

—Estoy bien —responde al fin—. Tengo mucho trabajo.

—¿Y Emiliano? ¿Siguen juntos?

—Sí… bueno, más o menos —dice con voz cansada—. Mamá, tengo que colgar.

Antes de que pueda decirle cuánto la extraño, ya ha terminado la llamada.

Esa noche lloro en silencio para no despertar a Julián. Me siento sola, como si hubiera perdido algo irrecuperable. Me pregunto si otras madres sienten lo mismo; si en otras casas hay teléfonos que solo suenan para pedir ayuda y nunca para dar cariño.

Unos días después recibo otro mensaje de Valeria: “¿Me puedes prestar tres mil pesos? Te los pago en cuanto cobre.”

Esta vez tardo en responderle. Le escribo: “Hija, te amo y siempre voy a estar aquí para ti, pero necesito saber si estás bien. ¿Por qué no vienes a casa este domingo? Preparo tu comida favorita.”

No responde ese día ni el siguiente. Julián me abraza fuerte cuando ve mi cara larga al revisar el celular.

El domingo preparo mole como cuando era niña y pongo la mesa para tres personas, aunque sé que probablemente no vendrá. Pero a las dos de la tarde escucho el timbre y corro a abrir la puerta.

Ahí está Valeria, delgada y ojerosa, con los ojos rojos como si hubiera llorado toda la noche.

—Mamá… —dice apenas—. ¿Puedo pasar?

La abrazo tan fuerte como puedo y siento cómo tiembla entre mis brazos.

Nos sentamos en la mesa y durante un rato nadie dice nada. Julián sirve los platos y Valeria apenas prueba bocado.

—Perdón por todo —dice al fin—. No sabía a quién más acudir… Emiliano me dejó y tengo muchas deudas… No quería preocuparlos…

Llora como cuando era niña y yo solo puedo acariciarle el cabello y decirle que todo va a estar bien.

Esa tarde hablamos por horas: de sus miedos, sus errores, sus sueños rotos. Por primera vez en años siento que recupero a mi hija, aunque sea por un momento.

Cuando se va al anochecer, me quedo mirando la puerta cerrada y pienso: ¿Cuántas veces el orgullo nos separa de quienes más amamos? ¿Cuántas madres estarán esperando una llamada sincera esta noche?